Albert Einstein en La Plata
El genial científico estuvo en nuestra ciudad cuatro años después de haber ganado el Premio Nobel
Albert Einstein nació el 14 de marzo de 1879 en Ulm, Alemania. Hijo primogénito de Hermann Einstein y Pauline Koch, ambos judíos. De niño, era reservado e introvertido y no empezó a hablar hasta los 3 años. Pero, sobre todo, era inquieto.
La inquietud de saber cómo funcionaba todo. Una inquietud que lo mantenía en permanente movimiento: “La vida es como andar en bicicleta. Para mantener el equilibrio, debes seguir moviéndote”. Sus biógrafos aseguran que Einstein no fue un buen estudiante. “Este chico no llegará nunca a ningún lado”, sentenció uno de sus profesores.
En 1915, Albert Einstein estaba en una Berlín devastada, lejos de su mujer y de sus hijos, a quienes había puesto a salvo en Viena. Ya había elaborado la Teoría de la Relatividad y le escribió a su hijo Albert una carta en la que le contaba: “Estos días he completado uno de los más hermosos trabajos de mi vida; cuando seas mayor, te lo explicaré”. No sabemos si Einstein le explicó esa teoría que lo consagraría como el mayor científico del siglo XX, o si su hijo pudo comprenderla; lo que sospechamos es que su hijo no debe haber olvidado ese consejo con el que su padre pretendía animarlo para que siga con sus lecciones de piano: “El estudio y, en general, la búsqueda de la verdad y la belleza, conforman un área donde podemos seguir siendo niños toda la vida”.
Bertrand Russell -colega suyo en Princeton-, quien fue el primero en escuchar la Teoría de la Relatividad de boca de Einstein, señaló: “Su teoría trastornó todo el marco teórico de la física tradicional y perturbó la física clásica de manera tal que fue comparable con lo que Darwin hizo con el Génesis”.
En 1925, cuatro años después de que recibiera el Nobel de Física, viajó a nuestro país invitado por la Sociedad Hebraica Argentina. Pasó varias semanas en Argentina, dio docenas de conferencias y recorrió varias ciudades, entre ellas, La Plata. En sus diarios de viaje, Einstein la describió como una ciudad “bonita, tranquila, estilo italiano, con magníficos edificios universitarios que están amueblados en estilo norteamericano”, y la compararía con la ciudad de Brujas: “Las dos son ciudades melancólicas y tristes”.
De su paso por la ciudad se conservan algunas fotos y la estampa de su nombre en el libro de firmas del departamento de Física. Llegó a bordo del tren que tomó en la estación de Constitución; lo esperaban cientos de fotógrafos: Einstein era una verdadera celebridad; tenía 46 años y su popularidad crecía como la de un “rock star” de la ciencia mundial.
Cuando llegó al Colegio Nacional, el 2 de abril de 1925, un público eufórico lo ovacionó de pie. Era partícipe estelar de la apertura de los cursos universitarios y daría inicio al acto en memoria del fundador de la Universidad Nacional de La Plata, Joaquín V. González. Las autoridades sabían de su afición y de su talento con el violín, y lo invitaron a tocar un solo de violín.
Einstein, agobiado por el peso de clases, conferencias, entrevistas y compromisos de todo tipo, recibió con entusiasmo ese insólito pedido y eligió un fragmento del Zapateado del violinista pamplonés Pablo de Sarasate.
Murió el 18 de abril de 1955. Como todos los que saben mucho, siempre sintió que no sabía lo suficiente. No construyó un monumento de dogma infalible que reposara inamovible en los altares de la academia científica global. Hasta el día de su muerte, y durante 22 años, el FBI intervino su teléfono, leyó sus cartas y revisó sus tachos de basura, en busca de pruebas que confirmaran la alucinada sospecha de que se trataba de un espía que trabajaba para Moscú.
Ni la muerte lo salvó, siguió siendo espiado. Ya no por el FBI, sino por sus colegas, los hombres de ciencia, que cortaron su cerebro y lo analizaron en busca de la explicación de su genio. No encontraron nada. Ya él mismo lo había advertido: “Lo único que yo tengo de anormal es mi curiosidad”.