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Aníbal Troilo en la intimidad

Es un personaje de la historia del tango que integra para siempre la mitología popular. Hay muchos aspectos de su vida poco conocidos que lo vuelven aún más entrañable.

"Dicen que estoy en decadencia. ¿Por qué tengo que morir? ¡Yo no quiero morirme, pibe”, le dijo Aníbal Troilo a un periodista, poco antes de cumplir 54 años. La muerte ya se había convertido para él en un fantasma muy cercano. Se había prometido bajar 20 kilos, y cerrando los ojos hasta dejarlos convertidos solo en dos rayas anunció una batalla que sabía perdida de antemano: dejar el whisky.

Pichuco había llegado al éxito. Se reeditaban en vida sus obras completas, se le tributaban los mayores homenajes, y su cachet era el más alto del mercado musical de entonces, sobrepasando incluso al del músico comercial más famoso de la época: Palito Ortega. Pero el éxito mayor, el que más lo enorgullecía, era el de haber ganado para siempre el corazón de su público.

“¿Yo, el bandoneón mayor de Buenos Aires?”, dudaba Pichuco mientras Zita –la griega con la que estuvo casado durante más de sesenta años- le ponía pedacitos de queso en la boca. Era de gustos simples, vivía en un departamento sencillo, andaba en un Fiat 1500, y de vez en cuando se daba algún lujo, como regalarle a su esposa un visón. Le gustaba cocinar –había inventado un plato: “pollo a lo loco”, cuyos ingredientes jamás reveló-, y su plato preferido era fideos con atún y alcaparras. Tenía cuatro bandoneones, pero uno de ellos se lo regaló al hijo del canillita con el que conversaba todas las mañanas, en la parada de Corrientes y Talcahuano: “Estudia y no tiene con qué comprárselo”. Tenía reflejos de generosidad que no podía controlar. Alguna vez su mujer contó: “El otro día vino un locutor amigo. El Gordo abrió el placar y le regaló un traje porque el muchacho se había entusiasmado con él. Si no lo paro es capaz de regalarle todo, de quedarse desnudo”.

Todos lo querían, tenía un solo enemigo: él mismo. Tenía conductas autodestructivas, bebía hasta quedar exhausto y luego, para reanimarse, se atacaba con cantidades industriales de estimulantes. Muchos lo recuerdan sin memoria, sin poder hilvanar palabras. Sentía que tenía un enorme peso en sus espaldas. Un peso que comenzó a llevar en la infancia, cuando su padre y su hermana murieron y el se convirtió en el sostén de su madre. Un día, en un picnic, escuchó a un bandoneonista griego y quedó hipnotizado por la musicalidad de ese instrumento. Un vecino, Juan Amendolaro, lo inició en el aprendizaje del bandoneón y, a los 11 años, comenzó a actuar. Primero fue en una orquesta de señoritas que tocaba en un café de Pueyrredón y Córdoba. Terminaba de actuar a las doce de la noche. El portero vecino de una casa de departamentos lo acompañaba hasta su casa. A la mañana, en lugar de ir al colegio se iba al café a dormir, y por eso lo dejaron libre. Casi no tuvo niñez. La adultez le fue ocupando de a poco todo el alma, y le dejó en la espalda ese peso que nunca pudo sacarse de encima.

Fue el bandoneonista mayor de una ciudad que con los años dejó de comprender: “Mi Buenos Aires es el de los años 20, cuando esto era un pueblo, cuando todos nos conocíamos, cuando en la Corrientes angosta la gente se saludaba de vereda a vereda”. Cuando Pichuco dejó la escuela se integró a la agrupación de Eduardo Ferri. Aún usaba pantalones cortos. En 1930 conoció a Osvaldo Pugliese, quien lo invitó a tocar en su orquesta. Un años después, Troilo ya estaba grabando sus primeros temas con la orquesta Los Provincianos, y en 1933 participaría en la película Los tres berretines. Su primer gran éxito fue el 1 de julio de 1937, cuando actuó en la boite Marabú, al frente de su propia orquesta.

Troilo hizo escuela. No solo se le debe un estilo interpretativo –ese fraseo de rezongo y variaciones cortas que expresaba en su cadencia la respiración de Buenos Aires-, sino también postural: tocaba el bandoneón apoyándolo en una sola rodilla. Su fueye era cadenero porque arrastraba tras de sí a toda la orquesta, que por primera vez incluyó también a la viola y al violoncelo.

Su legado está integrado por casi 70 composiciones, que incluyen títulos como Sur, María, Garúa, Barrio de tango, Che bandoneón, La última curda, y otras joyas que, como él, jamás se borrarán de la memoria popular.

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