cultura
Ástor Piazzolla y Aníbal Troilo: la amistad de dos grandes
No solo los unía la pasión por el bandoneón; construyeron una relación tramada en largas noches y una camaradería a prueba de discusiones.
Cuando Ástor Piazzolla cumplió 16 años partió de Mar del Plata a la Capital. Lo esperaba un trabajo en una orquesta que tocaba en el cabaret Novelty y la intensa vida nocturna de Buenos Aires. Cuando terminaba de tocar, religiosamente se cruzaba al café Germinal a escuchar a quien consideraba el bandoneonista más grande de todos: Aníbal Troilo. Esa especie de buda que mecía el fueye entre sus piernas; tenía un apodo que venía de su infancia y provenía de un amigo de su padre, a quien llamaban Pichuco. Cuando Aníbal lloró sus primeras lágrimas, su padre, con torpe dulzura, intentaba calmarlo: “Bueno... Pichuco, bueno”. Y el sobrenombre le quedó para siempre.
En 1937, a días de cumplir los veintitrés años, Troilo debutó con su orquesta en el Cabaret Marabú, en la calle Maipú 359. Por entonces, un cartel anunciaba: “Todo el mundo al Marabú, la boite de más alto rango, donde Pichuco y su orquesta harán bailar buenos tangos”. La formación estaba compuesta por Juan Miguel Rodríguez y Roberto Gianitelli, en bandoneones; Reynaldo Nichele, José Stilman y Pedro Sapochnik, en violines; Orlando Goñi, en piano, y Juan Fasio, en contrabajo.
De tanto escabullirse para ir a sus recitales, Piazzolla se aprendió de memoria el repertorio de Troilo y su orquesta. Se había obsesionado con algunos de sus músicos, especialmente con el pianista Orlando Goñi y el violinista Hugo Baralis, de quien se volvió íntimo amigo. Una noche llegó al Germinal y Baralis lo recibió con cara de velorio. “¿Qué pasa?”, le preguntó Piazzolla. “Justo hoy, un viernes, se enfermó el Toto. El Gordo (refiriéndose a Troilo) está furioso y tiene razón: perdemos de tocar todo el fin de semana”. Era su oportunidad. Efectivamente, el Toto Rodríguez, uno de los bandoneones principales, estaba fuera de combate. Astor Piazzolla recordaría: “Con la irresponsabilidad de la adolescencia, esa noche le pedí a Baralis que le dijera a Troilo que yo podía tocar”. Baralis lo miró a su amigo como si se hubiera vuelto completamente loco: “¿Lo decís en serio?”. Piazzolla le confirmó que se sabía todo el repertorio de memoria. “Es imposible —le dijo su amigo riéndose—, sos demasiado jovencito para esto”. Piazzolla insistió convencido de sus propias posibilidades, hasta que Baralis, con un poco de miedo, fue a hablarle a Troilo. Pichuco lo miró entre divertido y asombrado, y le preguntó si se tenía tanta fe para tocar allí mismo. Piazzolla le dijo que sí, que sabía música clásica y conocía sus tangos como para tocarlos con los ojos cerrados. Troilo hizo una seña con la cabeza, le acercaron un bandoneón, subió al escenario de un salto y comenzó a tocar. “Me tenía tanta confianza que toqué todos los tangos como a quien le piden el Arroz con leche —dijo Piazzolla—. Cuando terminé, Troilo se quedó un momento en silencio, después se acercó hasta mí y lo único que dijo fue: “Ese traje no va, pibe. Conseguite uno azul que debutás esta noche”.
Ástor Piazzolla ya para entonces había demostrado tener una osadía sin límites. Había conseguido una entrevista con el pianista Arthur Rubinstein, que estaba en Buenos Aires para dar una serie de recitales. Le llevó un concierto para piano que había escrito. Rubinstein, luego de echarle una ojeada, lo tocó en piano. Cuando terminó, le dijo con simpatía: “¿Le gusta la música?”. Piazzolla, algo desconcertado, le respondió que sí. “¿Por qué no estudia entonces?”. Sin perder tiempo, al finalizar la entrevista, Piazzolla llamó a Alberto Ginastera. Con él estudió frenéticamente entre 1939 y 1945: casi el mismo tiempo que formó parte de la orquesta de Troilo: “De modo que el Gordo era mi chanchito de Indias. Cada cosa nueva de armonía, de contrapunto, de instrumentación que aprendía con Ginastera la probaba en la orquesta. Y el Gordo me detenía, me preguntaba si estaba loco o quería que los músicos me asesinaran al final de un ensayo. Era una lucha constante: de mil notas que escribía, Troilo me borraba seiscientas”.
Lo cierto es que la huella musical y afectiva que Troilo dejó en Piazzolla fue imborrable y más poderosa que las diferencias circunstanciales. Por su parte, Piazzolla nunca dejó de reconocer el magisterio que Pichuco ejerció sobre él, y a la muerte de Troilo -en 1975- compuso una de sus obras más personales y conmovedoras: La suite troileana.