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José Ingenieros el retratista del hombre mediocre

Médico, psiquiatra, sociólogo, criminólogo, filósofo y, sobre todo, prolífico escritor, fue uno de los mayores intelectuales argentinos de todos los tiempos.

De niño, aún no sabía leer pero ya tenía personalidad para exigir sus libros. Estaba familiarizado con ellos, ya que de muy chico había trabajado como auxiliar en una imprenta. José Ingenieros había nacido en Palermo, Italia, en 1877, hijo de padres socialistas, estrechamente vinculados a Garibaldi, Mazzini y Malatesta, entre otros revolucionarios de la época, y pronto emigró junto a su familia a Uruguay. Su infancia transcurrió en Montevideo, luego se radicó en Buenos Aires, donde estudió en el Colegio Nacional y la Facultad de Medicina.

Entre los meses de abril y septiembre de 1897, asociado con el escritor Leopoldo Lugones, fundó la revista La Montaña. Ese mismo año se recibió de farmacéutico y, tres años después, se graduó como doctor en Medicina. Su tesis, que llevó el título “Simulación de la locura por alienados verdaderos”, fue dedicada a Máximo García, el portero de la facultad, y fue ­premiada por la Academia Nacional de Medicina.

Adhirió al incipiente movimiento socialista, y colaboró con Juan B. Justo y Nicolás Repetto –ambos médicos– en la fundación del Partido Socialista, del que fue su primer secretario. No obstante, sus diversos intereses confluyeron en la Revista de Criminología, Medicina Legal y Psiquiatría, que dirigió entre 1902 y 1913. En 1911 fue postulado como ­profesor titular de la cátedra de Medicina Legal, pero el presidente de la Nación, Roque Sáenz Peña, quien por entonces tenía la facultad de designar profesores universitarios, optó por otro candidato. Ingenieros entonces renunció a todos sus cargos, cerró su humilde consultorio, regaló sus libros y se marchó a Europa.

Hay una histórica foto de José Ingenieros y Julio Argentino Roca, tomada a la izquierda del general, en la que parecen tutearse como padre e hijo, como dos antiguos condiscípulos, cuando en realidad se trataba de un expresidente con su secretario y casi cicerone. Todo lo contrario sucedería con el presidente Sáenz Peña, en quien se inspiró para escribir uno de sus libros más célebres, El hombre mediocre.

Según David Viñas, la única alternativa que le quedaba a un intelectual de izquierda era acercarse al poder, pero precisamente para cuestionarlo. En ese sentido, el propio Ingenieros alguna vez escribió: “No tendremos el trabajo de olvidar que es lucha agotadora para los que viven del recuerdo. De la experiencia contemporánea tomaremos lo que sirva, todo lo que sirva; lo que sea futuro, en el mundo de la experiencia y del ideal, podremos sembrarlo en nuestra virgen mentalidad argentina, libre de errores hereditarios que en nombre de ideales muertos nos impidan entregarnos a ideales vivos”. A comienzos del siglo XX, Argentina era un país compuesto por una gran masa de inmigrantes. En ese contexto, Ingenieros publicó una de sus obras más recordadas, La evolución de las ideas argentinas.

Su estadía europea coincidió con el desarrollo de sus nuevos horizontes existenciales. La medicina y la psiquiatría se aunaron con la filosofía y los temas culturales. El fin de la Primera Guerra Mundial influyó en sus ideas y apoyó tempranamente la Revolución rusa encabezada por Vladimir Lenin, así como en noviembre de 1918 adhirió con entusiasmo a la Reforma Universitaria iniciada en Córdoba –de la que él fue inspirador– y al movimiento latinoamericanista y antiimperialista que lo acompañó. El movimiento reformista lo ungió “maestro de la juventud de América Latina”. En una visita que el célebre poeta Ernesto Mario Barreda hizo a la Universidad de La Plata, descubrió gratamente entre los jóvenes estudiantes ese palpitar de los gérmenes sembrados por el laborioso espíritu de Ingenieros.

La utopía de mañana

A lo largo de su vida, José Ingenieros se vio obligado a enfrentar la contradicción entre su inteligencia y los núcleos sociales y espirituales a los que pertenecía.

En una entrevista que le realizó la revista Caras y Caretas en 1925, cuando estaba a punto de publicarse Las fuerzas morales, el cronista describía la casa de Ingenieros ocupada casi en su totalidad por una biblioteca que, sin embargo, iba reduciéndose cíclicamente: “¿Para qué voy a conservar obras que ya he leído, y sobre las cuales no volveré? Sería como conservar la ropa que fui usando a través de mi vida. Que otros la aprovechen”. Había donado más de 6.000 volúmenes de su biblioteca a la Sociedad Luz.

Se dijo que, por no ocuparse rigurosamente de su enfermedad, Ingenieros en verdad se suicidó. El 31 de octubre de 1925 murió este hombre que pensaba que “en la utopía de ayer se incubó la realidad de hoy, así como en la utopía de mañana palpitarán nuevas realidades”.

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