cultura
El ser humano devorado por las cosas
El bienestar en nuestro tiempo parece depender de poseer ciertos objetos que terminan teniendo un poder sobre nosotros porque creemos que la felicidad se gana comprándolos.
Un autor contemporáneo lo llamó “la civilización de las miles de cosas”. En los Estados Unidos – donde más obsesivos se ponían con estas cuentas- un estudio afirma que en la casa de una familia media había unas 300.000 cosas, desde clips hasta tablas de planchar. Y que aquella gente se pasa una media de diez minutos por día buscando cosas que perdía: eso se suponía, en una vida, unos 200 días dedicados a la búsqueda. Casi nada comparado con los 2.000 que se gastaban comprando (cuando aun la mayoría de ellas es de carácter presencial).
Muchas personas tenían cosas y más cosas, pero muchas otras no tenían casi nada: el 12 por ciento de la humanidad, Europa y Estados Unidos, consumen el 60 por ciento de los bienes del mundo – cinco veces más de lo que les tocaba-, mientras el 30 por ciento más pobre, africano, asiático y sudamericano, consume apenas el 3 por ciento.
Entre 1984 y 2024 existía en Occidente un poco menos que infalible barómetro de opulencia, estatus y criterio: los Birkin de Hermès. Cualquier persona que exhibiese en público una de estas piezas de orfebrería en cuero estaba haciendo llegar un mensaje muy contundente: había pagado por ella un mínimo de 25.000 dólares (alrededor de 23.000 euros) y dejado atrás una lista de espera que con frecuencia alcanzaba los dos años y medio.
Las variantes más exclusivas, como el Birkin Faubourg o el de piel de reptil con diamantes, se subastaban en Sotheby’s por cantidades cercanas al medio millón de euros y situaban a sus propietarias en esa estrecha élite de aristócratas de la suntuosidad y el buen gusto de la que también formaban parte Eva Longoria, las hermanas Hilton, Jennifer Lopez, Rachel Roy, Victoria Beckham, Lady Gaga o la sultana de Brunéi. Llegó a circular una exclusiva versión brazalete diseñada por Pierre Hardy (tres ejemplares con más de 2.000 diamantes rosas por pieza) que se vendió a un precio cercano a los dos millones de euros.
Durante siglos, sin embargo, las cosas fueron objetos únicos difíciles de reemplazar. Y todavía hoy, para los más pobres, un cuchillo puede durar toda la vida, acompañando a su poseedor hasta el último de sus días. Para los ricos, en cambio, cada cosa no significa gran cosa: es desechable, reemplazable, no vale la pena cuidarla o repararla porque abundan.
La nueva estructura del capitalismo mundial responde a cambios de naturaleza profunda en sus coordenadas espacio-temporales. Desde el punto de vista histórico, asistimos al pasaje de un régimen de (re) producción de mercancías estandarizadas fabricadas con tecnologías mecánicas a un régimen de innovación permanente a partir del despliegue de nuevos medios de producción electrónico-informáticos.
El núcleo fundamental de la competencia capitalista mundial se orienta al diseño de nuevos productos y a la construcción de un discurso que sea capaz de movilizar el deseo del consumidor. Un poderoso giro subjetivo adviene en la dinámica del capitalismo mundial.
Hay en la población globalizada dos características que se destacan entre muchas: lo efímero, lo superfluo. Es imposible hacer un cálculo preciso, pero se diría que la mayoría de los bienes fabricados en la actualidad son innecesarios. Aunque, por supuesto, la idea de necesidad es discutible: quién define quién necesita qué, quién no lo necesita. Si se intentara trazar una línea entre los productos indispensables para la vida y los que no lo son, aun siendo muy amplios es probable que la mayoría se pondría de acuerdo en que nadie necesita diez juegos de sábanas ni cambiar sus aparatos con cada nuevo lanzamiento ni su vestuario con cada estación ni tirar un tercio de los alimentos que compra. Por eso comienza a quedar claro que el éxito de un producto no consiste en responder a una necesidad- que ya ha sido colmada- sino en crear una nueva.