CULTURA

Carlos Gardel y Mona Maris, un romance de leyenda

Se conocieron cuando filmaron juntos la película Cuesta abajo. Allí nació una pasión que quedó envuelta por el misterio.

"Sin buscarlo, entré de costado en la leyenda: fui en la ficción la mujer fatal que lo asediaba en la película Cuesta abajo”, dijo alguna vez Mona Maris. Dicen los testigos que el flechazo fue mutuo. Ella se acercó a él con gran admiración y se dejó conquistar por “ese hombre tierno y compulsivamente simpático”.

Rosa Emma Mona María Marta Capdeviell había nacido en Buenos Aires el siete de noviembre de 1906. A los 19 años hablaba cuatro idiomas y había recibido una educación esmerada en Alemania, donde se había radicado con su familia. Cuando tenía 22 años pasó de Berlín a Hollywood contratada por la United Artist. En Estados Unidos tuvo dos matrimonios fracasados. A los 28 años su vida sufrió un sismo: conoció a Carlos Gardel.

Hacia afuera cultivaron el silencio y la ambigüedad, ninguno de los dos dijo una palabra de más –pero tampoco de menos-, la prensa y el público en general detectaron que allí había un romance, y, como si trataran de descifrar un lenguaje de señas, buscaban en las noticias rastros de ese amor que no se presentaba como tal. Contra las expectativas de todos, ellos se llamaban “amigos”. La gente meneaba la cabeza, incrédula.

A partir del 24 de junio de 1935, Mona Maris fue vista como la viuda no declarada. Para el aniversario de la muerte de Gardel ella se iba de Buenos Aires: “Deseo evitar que me acosen. Pagarán justos por pecadores; no siempre puedo discriminarlo, ya que mi prolongada ausencia me ha dejado en ascuas sobre muchos periodistas de la última generación, o sobre nuevas gentes de la radio o la televisión. Mi huida no siempre da resultados, ya que, hasta en mi aislamiento de Bariloche aparecen curiosos. Para mi nerviosidad difícilmente contenible, suele ser un revulsivo que me digan que así o asá era Gardel gentes que no lo conocieron y desaprensivamente hablan por influencias bajamente interesadas”.

Se indignó cuando empezó a correr el rumor de que la tragedia de Medellín había sido consecuencia de una pelea originada por Gardel, revólver en mano, como un villano clásico, sin compasión por quienes lo rodeaban: “Gasté las pobres palabras que pude para contar que mi amigo no era un matón y que no había indicios certeros de que el accidente de Medellín tuviera tan novelescas motivaciones. Con complacencia leí más tarde, en un semanario, el informe de un perito en accidentes aéreos que retoma el caso Medellín 1935: no queda duda en cuanto a que Gardel y su comitiva fueron víctimas de las circunstancias”. A partir de allí, decidió no gastar pólvora en chimangos: “No sé si a los detractores los alienta el propósito de lastimar una ilusión colectiva que Gardel simboliza en su canto tan argentino. Si así fuera, habría que dedicarse a analizar si no desprecian al pueblo algunas gentes que dicen expresarlo”.

Zona de recuerdos

Diferían en muchas cosas. Ella vivía rodeada de libros, él prefería otro tipo de compañía. Pero por caminos distintos solían llegar a las mismas conclusiones, a una compartida zona de acuerdos: “Él tenía lagunas de cultura, dada su formación a tropiezos, pero su intuición era portentosa y no menos su inteligencia. Aplicó ambas condiciones a la superación artística, desdeñando la pose que muchos adoptan para hablar de lo que no saben”.

Se reían juntos de los traspiés amorosos que ambos habían dado anteriormente. “Los gringos que te hicieron perder tiempo”, le decía Gardel de los dos maridos norteamericanos que tenía ella. Mona Maris, por su parte, le pedía a Carlos que le hablara del “bagallo” francés. Se refería la baronesa Sally de Wakefield, millonaria, dueña de los cigarrillos Graven, que Gardel había conocido en París. Él intentaba parecer serio cuando decía que no era un “bagallo” sino una “señora gordita”, levemente mayor, que se había asociado a la Paramount para producir la película Luces de Buenos Aires.

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