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El dios de la danza

Nijinsky es considerado el momento más alto de la historia del ballet. Su vida está llena de episodios curiosos, incluyendo su casamiento en Buenos Aires.

Vaslav Nijinsky parece reflejar una imagen diferente con cada espejo al que se enfrenta. Es leyenda que era una nulidad en el trato social. No puede saberse si tenía una inteligencia superior, como afirmaban sus colegas, o si era un verdadero simplón, como decía el escritor Jean Cocteau en una entrevista de 1963: “¿Nijinsky? Para nada inteligente y, en realidad, bastante estúpido. Era su cuerpo el que tenía toda la inteligencia”.

Nacido en Kiev un 28 de febrero de 1890, según el antiguo calendario ruso, era hijo de bailarines polacos que, por no pertenecer a ningún teatro, viajaban continuamente sin residencia fija. Su madre lo había educado férreamente para que fuera una máquina divina de bailar. Solo en Rusia quedaba excelencia para el ballet masculino (en el resto de Europa esos papeles los hacían las mujeres). Los ballets rusos fueron el marco perfecto para que Nijinsky pudiera resplandecer: coreografías de Fokine, música de Debussy y de Stravinsky, el mejor cuerpo de baile imaginable, vestuarios y decorados de Goncharova. Prontamente lo bautizaron “el dios de la danza”.

Lo que Nijinsky hacía con su cuerpo era deslumbrante. “Todo lo que inventó era contrario a lo que le habían enseñado”, dijo su colega Marie Rambert. No obstante, era un pésimo coreógrafo: no sabía transmitir ni tenía paciencia. El famoso escándalo del estreno de La consagración de la primavera no fue tanto por la música de Stravinsky como por los movimientos de Nijinsky y su pandilla. De manera que su representante, Diaghalev, tuvo que convencerlo de retomar su carrera con una gira por Sudamérica. Un mes después se sintió morir cuando se enteró por telegrama que Nijinsky se había casado nomás desembarcar en Buenos Aires, en la iglesia de San Miguel Arcángel, esquina de Suipacha y Bartolomé Mitre.

Nijinsky fue expulsado de los ballets rusos. En el medio vino la Primera Guerra Mundial y tuvo que refugiarse junto a su mujer en Budapest, con su hija recién nacida. Para colmo fue sometido a arresto domiciliario, por extranjero. Diaghalev lo rescató en 1917 para una nueva gira norteamericana y otra sudamericana. En el último show de la gira, en Montevideo, una gala para la Cruz Roja con Arthur Rubinstein en el piano, Nijinsky demoró su entrada hasta pasada la medianoche y, según las memorias de Rubinstein, él tocaba Chopin, pero Nijinsky bailaba la muerte de Petrushka, y lo hacía como si fuese él mismo quien estaba muriendo. El público no se atrevió a aplaudir al final. Nijinsky tenía 28 años y fue la última vez que bailó en público.

Su mujer se lo llevó a Suiza, lo sometió a un primer psiquiatra, que dio un diagnóstico literario: “Los síntomas que me describe, sabiendo que el paciente es un artista ruso, no son prueba de ninguna enfermedad mental”. El segundo psiquiatra lo declaró esquizofrénico, y lo internaron en una clínica en Zúrich. Tres meses después, el dios de la danza aseguraba a gritos que sus brazos, sus piernas y su cabeza pertenecían a personas distintas. Entre diagnóstico e internación, Nijinsky escribió durante cincuenta días un diario en el que aspiraba a demostrar a psiquiatras y familiares que no estaba loco. Según Juan Forn, es uno de los testimonios más desgarradores que existen de una persona que va perdiendo literalmente la razón mientras escribe.

Su esposa publicó ese diario, severamente expurgado, cuando Nijinsky llevaba una década de internaciones y ya no podía ni ponerse los zapatos solo. Murió en Londres en 1950. Casi no hay filmaciones ni registros de él bailando: Nijinsky devino en leyenda. Solo sabemos que fue el hombre que dejó en vilo al mundo con sus acrobacias y encantos. A su muerte, Rambert escribió: “La gente decía que los huesos de sus pies eran como los de un pájaro. Qué estupidez, ¡como si un pájaro tuviera pies y bailara con ellos! En cuanto a la creencia de que quedaba suspendido en el aire, era una ilusión creada por el éxtasis de su expresión en la cúspide del salto, de manera que ese momento penetraba en el subconsciente de cada espectador y parecía quedar flotando allí”.

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