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El enigmático origen de Carlos Gardel

Nuestro mayor ícono del tango de todos los tiempos tuvo partida de nacimiento francesa y pasaporte uruguayo, pero los argentinos seguimos considerándolo nuestro.

Carlos Gardel es nuestro mito perfecto. Pero, ¿es nuestro o francés como dice su partida de nacimiento?, ¿o uruguayo como figuraba en su pasaporte? La pregunta parece haber sido saldada hace tiempo, pero los argentinos, contra toda evidencia –como los borrachos- seguimos contándolo, orgullosamente, como uno de los nuestros.

Alguna vez la televisión francesa se ocupó de Louis Gasnier, el director de las películas que Gardel hizo en los estudios de Joinville. Sin embargo, aquellas producciones eran de muy bajo costo y elaboradas con libretos vacilantes y actores de poca monta. Ni el propio Carlitos se tenía confianza: según testimonios de la época, el cantor remó contra la corriente también en París. A su llegada, el tango estaba pasado de moda. En las noches de Pigalle tocaba Canaro, y también había llegado Julio de Caro y se había ido la Negra Bazán. Lo cierto es que en la década de 1920, algunos músicos abandonaron las orillas de Buenos Aires y fracasaron estruendosamente en París.

El primer viaje de Gardel a tierra francesa fue en 1923. Antes se presentó en Barcelona y Madrid, pero pensó que no estaría mal darse una oportunidad en la por entonces capital del mundo cultural. Su paso fue fugaz y depresivo. Esa fecha sería trascendental para las conjeturas que argentinos y uruguayos tejerían en torno de su lugar de nacimiento. Si Gardel era la misma persona que nació en Touluse el 11 de diciembre de 1890, hijo de Berthe Gardes y padre desconocido, tuvo que haberse detenido a visitar el lugar, pero no hubo pruebas de que lo hiciese.

En 1923, Gardel tenía pasaporte argentino, en el que se afirmaba que había nacido en Tacuarembó en 1887. La tesis oficial, según explicó el escritor y periodista argentino Osvaldo Soriano, sostenía que se hacía pasar por uruguayo para escapar de una eventual acusación de desertor en Francia. Asimismo, el periodista uruguayo Nestor Bayardo trabajó en algo no menos inquietante: varias fotografías de Gardel que no provenían de sus películas habían sido trucadas. Hasta la aparición del famoso testamento manuscrito, hecho a pedido de su íntimo amigo Armando Delfino, Gardel jamás se había dicho francés y sí uruguayo.

Las veces que mencionó su edad hicieron remontar el nacimiento a 1883. No obstante, Isabel del Valle, su novia de siempre, reveló que él le llevaba veinte años, lo que sitúa su muerte a los 52 y no a los 44. Cuenta Soriano que uno de los testigos, un francés de apellido Capot que lo conocía de la infancia, defendió la nacionalidad francesa del ídolo al mismo tiempo que admitía que era por lo menos tres años mayor que los proclamados en el testamento. Entonces la duda se sembró: si Gardel era de 1887 no podía ser el mismo que figura en el acta de nacimiento de 1890.

Bayardo no vacila en presentar la hipótesis de que de dos personas para una misma personalidad hay un solo paso. Lo cierto es que las versiones sobre el origen de Tacuarembó son tan peregrinas como las que pretenden un Gardel nacido en Toulouse. Desde muy joven Gardel decía ser nacido en la Banda Oriental, pero probablemente fabulara: en una ocasión se presentó como siendo de Punta Arenas, Chile; y en otra de Tucumán, Argentina.

Lo cierto es que en 1928 regresó a Paris, esperó su oportunidad en un hotel sórdido y finalmente se la dieron. Vestido de gaucho, maquillado, Gardel subió al escenario y arrasó. “Fue el primero que logró que los franceses escucharan un tango en vez de bailarlo”, escribió Soriano. En una semana todo París hablaba de él. Su apellido cantarín comenzó a pronunciarse a la perfección en francés: las revistas de moda lo pusieron en sus tapas y un gentío se amontonaba para escucharlo cantar esas tonadas incomprensibles pero tristes.

Sus honorarios se quintuplicaron; se mudó a un departamento señorial de la 16 arrondissement (el más exclusivo de la bella ciudad), gastó fortunas en telegramas con instrucciones a José Razzano para que jugara a este o aquel caballo, le comprara enteros de lotería y quiniela, y para que convenciera a Isabel del Valle de que no valía la pena esperarlo, que se olvidara de él, que nunca sería un buen marido.

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