cultura
El esclavo del amor
Agustin Lara es autor de canciones conocidas en el mundo entero - aunque no sepan que son de él-, llenando de fantasías a hombres y mujeres.
Hay innumerables biografías sobre él, incluso una para niños, con ilustraciones para colorear. No ha de existir persona en el mundo que no conozca sus canciones, aunque no sepa que es de él. En un reportaje que dio a la revista Siempre! en 1960 dijo: “He tenido la gloriosa dicha de que me amen. La esencia de mis manos se ha gastado en caricias. Las joyas que he regalado, puestas juntas en el cielo, opacarían a la Osa Mayor. Tres veces tuve fortuna y tres veces la perdí. Soy un ingrediente nacional como el epazote y el tequila. Soy más Werther que Dorian Gray. Quiero morir católico pero lo más tarde posible. Pueden llamarme el Hueso que Canta, el Esclavo del Amor”.
Según él, había nacido en el siglo XIX -el 1° de octubre de 1897- bajo un nombre imposible de nombrar sin trabarse: Ángel Agustín María Carlos Fausto Mariano Alfonso del Sagrado Corazón de Jesús Lara y Aguirre del Pino. Su cuna, siempre siguiendo su versión, fue Tlacotalpan, colorido paraje ubicado al sureste de Veracruz. Pero al parecer, el verdadero lugar de su nacimiento es en la ciudad de México, en Callejón Puente del Cuervo.
Su carrera artística inició como pianista de burdeles sombríos, un marco adecuado para percibir al amor como redención, Lara proveyó a varias generaciones la banda de sonido de sus fantasías posibles. El patetismo y la exageración fueron los caminos para desparramar una concepción popular de la pasión y de la delicadeza.
La primera canción que registró a su nombre es “La prisionera”, de 1926; pero sería cuatro años después que alcanzaría un éxito rotundo difundiendo sus canciones en un programa llamado “La hora íntima de Agustín Lara”.
La leyenda a propósito de su cicatriz dice que se la hicieron en algún momento entre sus trece y veinte años, en alguno de los prostíbulos que frecuentaba. No se sabe si fue un navajazo de chulo airado o un botellazo de dama desairada; si fue por algo que él había hecho o por algo que decía en alguna de sus canciones. “No recuerdo que Agustín Lara haya dicho nunca una verdad y la cicatriz es su mentira más productiva”, diría su primer biógrafo, explicando por qué renunciaba a la tarea.
Si no se renuncia a la leyenda, Lara participó en la Revolución Mexicana, aprendió poesía en Durango de su gran amigo Renato Leduc mientras ambos trabajaban en el ferrocarril, recibió dos heridas de bala que casi lo mandan al otro mundo y hasta estuvo en la cárcel antes de ser descubierto en el café Salambó y grabar su primer éxito, “Imposible”. Según Renato Leduc (que alguna vez lo describió así: “Al mirarlo por primera vez, uno sentía que ya había visto ese rostro en alguna piedra rota, en un pájaro mínimo o en la arena calcinada por el sol del Caribe. Era una miniatura de tamaño natural”), lo que salvó a Lara de ser un Amado Nervo musical fueron las limitaciones de la industria del disco: la imposición de que las canciones no durasen más de tres minutos. Todo lo intenso debe ser efímero.
Fue en el melodrama del bolero donde Lara alcanzó su apoteosis instalándolo (junto a Roberto Cantoral, Mario de Jesús y Armando Manzanero) como el derecho público a la dimensión trágica de la vida. Sus intentos de ser empresario de sí mismo lo llevaron a la ruina infinidad de veces. Ponía a nombre de diferentes alias algunas de sus canciones para salvarlas de las leoninas condiciones de los contratos que firmaba en tiempos de escasez. Cuando algunas de sus doce viudas fueron a reclamar la herencia después de su muerte, en 1970, descubrieron que sus matrimonios eran falsos: él había contratado actores para que hicieran de sacerdote y de juez de paz. Con los hijos, en cambio, era egocéntricamente justo: los reconocía a cambio de que se llamasen Agustín.