El gentleman de la literatura argentina

Adolfo Bioy Casares fue un escritor casi unánimamente reconocido por sus pares y premiado en el mundo entero.Tuvo una gran elegancia para escribir y seducir mujeres.

Adolfo Bioy Casares era un privilegiado, por posición social y por talento. La familia de su madre fue dueña de La Martona, la primera empresa lechera de argentina. Su padre, Adolfo Bioy, era un terrateniente que había sido ministro del general golpista José Félix Uriburu. Nació el 15 de septiembre de 1914 y fue hijo único. Su primer relato, Iris y Margarita, lo escribió a los 11 años para impresionar a una prima de la que estaba enamorado. Pero recién comenzó a considerarse escritor a los 26 años, cuando publicó La invención de Morel. El libro llevó prólogo de Jorge Luis Borges, en el que se lee: “He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta”.

El puntapié inicial de La invención de Morel fue un espejo trifásico que había en el cuarto de su madre. Viendo cómo la imagen de la habitación se repetía mil veces en el cristal, tuvo la poderosa sensación de que estaba viendo con sus propios ojos algo que en realidad no existía. Esa anécdota, aparentemente banal, es la que lo llevó a escribir el libro y la que lo acercó a la literatura fantástica. Es, sin duda, una de las mayores fábulas de amor de la literatura argentina.

Adolfo Bioy Casares empezó a escribir en una revista deportiva-humorística. Sentía que el peor de los tres redactores era él: “Hoy entiendo que lo mío como periodista era tan olvidable como algunos de mis primeros libros. Después vinieron mis estudios de Derecho y de Filosofía y Letras, que duraron hasta que me di cuenta de que lo mío era escribir, que no sería abogado ni juez y que la carrera de Letras me alejaba más de la literatura que el Derecho. Recién entonces me fui a administrar un campo, período que duró aproximadadmente diez años y que finalizó cuando me convencí de que también como administrador era un fracaso, tras comprar una importante cantidad de vacas que jamás dieron cría”.

Bioy Casares y Jorge Luis Borges fundaron, a comienzos de 1945, El Séptimo Círculo, una colección dedicada a dar a conocer a autores del género policial. El primer libro que publicaron fue La bestia debe morir, una novela firmada por el poeta británico Nicholas Blake –seudónimo de Cecil Day Lewis, padre del actor Daniel Day Lewis–. Lo primero que escribieron juntos fue un folleto sobre un yogurt. Se habían conocido en casa de Victoria Ocampo. Se divertían muchísimo juntos. La dupla publicó en 1942 Seis problemas para don Isidro Parodi, un libro escrito con el seudónimo de H. Bustos Domecq y cuyos autores recién revelaron su identidad un cuarto de siglo después. La relación entre ambos escritores quedó radiografiada en un diario de más de mil páginas publicado en el 2006.

A principios de la década de 1940, Bioy se casó con Silvina Ocampo, hermana de la legendaria Victoria (fundadora de la revista Sur). Silvina era quince años mayor que él y, pese a las turbulencias amorosas, el matrimonio duró hasta la muerte de ella, en 1993. Su atracción por las mujeres fue compulsiva. La predilección por las damas antes que por los juguetes se dio cuando lo llevaron al teatro El porteño y se enamoró de Haydeé Bozán.

Sin dudarlo, una noche le robó el auto a su madre y fue a buscar a la actriz a la salida de una función. “Creí que todo había salido bien después de dejarla en su casa, pero algo le decía que ella lo esquivaba”. Bioy tenía por entonces diez años. Se la encontró muchos años después y fingió ser más viejo que ella. Decía que prefería a las mujeres porque son menos egocéntricas que los hombres: “Los hombre me aburren, casi siempre están pensando en ellos mismos”.

Bioy Casares solía distribuir su producción literaria entre libros de índoles fantástica y los que tratan cuestiones de conducta: “Los primeros son prodigiosamente imaginarios; los últimos, límpidamente perspicaces. En unos y otros hay sentido del humor, un sentido del humor sin estridencias y un estilo fluido, preciso, transparente”. Sus tramas tienen un gran rigor formal y una inusual inventiva.

Era un escritor verdaderamente clásico en una época de experimentación caótica. Sentía la felicidad de inventar historias. No obstante, escribirlas le implicaba un gran esfuerzo: “Sin embargo, he sido afortunado: ese trabajo siempre me resultó en algún punto gozoso”. Vivió una vida de indolente felicidad. Nunca se la creyó, por eso sus lectores siempre creyeron en él.

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