Cultura

El hombre que desató la fiebre del oro

A mediados de la década del 50 del siglo XIX, en California se encontraron yacimientos de oro. Su descubridor murió en la pobreza

Un colono suizo de origen alemán, que durante mu­chos años había servido en el Ejército, dejaba atrás la etapa más oscura de su vida. Ese hombre, que parecía saberlo todo, encontró la tierra que soñaba, enigmática y atemporal. Se había fascinado a tal punto con sus viajes y aventuras que llevaba consigo un diario en el que volcaba todo lo que veía. Su mujer y sus hijos le perdieron el rastro en Suiza. No volvería jamás; “Esperance” era el nombre del barco que lo había traído desde Europa. Su destino se hallaba en los Estados Unidos. Su nombre, Johann Suter.

El 7 de julio de 1834, Suter ­desembarcó en Nueva York. Trabajó en un circo, se asentó como sastre de señoras, incluso probó suerte como boxeador. Aprendió inglés, francés, portugués, húngaro y español, entre otros idiomas. Empezó a conocer aquella ciudad como la palma de su mano, y a tratar con maleantes y funcionarios corruptos. Un día consiguió tres carros, dos escopetas, y se incorporó a una caravana de comerciantes alemanes que partían rumbo a Santa Fe (aún territorio mexicano). Por entonces, en aquella tierra, que ya estaba principalmente habitada por norteamericanos, se había propuesto la emancipación, pero el presidente de México, Antonio López de Santa Anna, no se los permitió. Allí Suter oyó por primera vez del paraíso perdido: California.

El viaje duró tres meses. A fines de octubre de 1938, Suter llegó al fuerte Vancouver, solo, porque quienes lo acompañaban habían regresado y hasta los animales, abatidos por las aguas contaminadas, habían desaparecido en el desierto. Durante su travesía, Suter diseñó su estrategia; para eso necesitaba reclutar a la mayor cantidad de gente posible y luego explotar su mano de obra. California perteneció siempre a la corona española, pero eso cambió con la Guerra de Independencia de México. Cuando Suter arribó, no era más que una pobre misión católica. Durante aquella época, la administración de ese territorio inhóspito dependía del gobernador Alvarado, radicado en Monterrey, quien dictaba leyes a su antojo. Suter lo convenció de firmar una concesión por diez años, bajo la condición de enfrentar a los indios que sobresaltaban a Alvarado y establecer una tierra pacificada.

El colono se asentó en Sacramento. En su caserío trabajaban cerca de 200 esclavos que habían llegado para enriquecer al aventurero suizo. En dos meses, la gente de Suter abrió diversos espacios de cultivo. Así nació su imperio: 4.000 bueyes, 2.000 ovejas, 1.500 caballos. Esa tierra fue bautizada Nueva Helvecia, en recuerdo de la Suiza remota. Hacia 1847, Suter ya era dueño de 33 hectáreas en California. Se afirmaba que solía proporcionar una hospitalidad lujosa y con cierta frecuencia ofrecía trabajo a comerciantes, tramperos e inmigrantes que llegaban a su fuerte. Sin embargo, Suter fue mucho menos complaciente con los nativos americanos locales, cuyo trabajo explotó.

No obstante, a mediados de enero del año siguiente, James Marshall, uno de los carpinteros de la hacienda que trabajaba en el molino de Coloma, a metros del rancho de Suter hundió su pala en la arena y advirtió un brillo intenso y diminuto que lo hizo parpadear. Cuando el suizo se enteró, no se atrevió a enunciar aquel descubrimiento en voz alta, pero ya todos sabían de qué se trataba. Así comenzó la fiebre del oro.

“Me lo tomé como todas las buenas y malas pasadas que la suerte me ha jugado en la vida: con bastante indiferencia. De todos modos, no pude conciliar el sueño en toda la noche; fui calculando mentalmente todas las terribles consecuencias y las repercusiones fatales que ese descubrimiento podría acarrearme”, escribió más tarde Suter en su diario. No le faltaba razón: la noticia se esparció por Estados ­Unidos y el mundo. Todos se lanzaron a la búsqueda de oro en la región, incluso la gente que trabajaba con él; los trenes llegaban repletos de colonos, asesinos, comerciantes, gente dispuesta a dejar su vida por el oro.

Paradójicamente, la miseria abrazó desde entonces a Johann Suter. Nuevos poblados comenzaron a levantarse en los territorios cultivados por él. No le quedó nada: las multitudes habían destruido todas sus propiedades. Pocos supieron después que uno de los hombres más poderosos de los Estados Unidos había muerto en la pobreza más despiadada. Tenía 73 años.

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