cultura

Entrevista a Matías de Rioja

El escritor rionegrino, que vive hace un tiempo en Buenos Aires, acaba de publicar una novela que es también un viaje en el tiempo en busca de los amigos perdidos.

Nació en el Alto Valle del Río Negro y vive desde hace algún tiempo en Buenos Aires. Matías de Rioja es poeta, psicólogo, docente, y ahora también novelista, como lo demuestra con Se espantan los peces, una historia en la que el personaje se remonta hacia su infancia y adolescencia en Cipoletti y llega hasta su presente de psicólogo deambulando por los pasillos de un hospital.

—Para aquellos que no conocen a Cipolleti, ¿cómo la describirías?

—Es una típica ciudad del Alto Valle. Rodeada de chacras —aunque ahora hay cada vez menos, porque se están convirtiendo en barrios privados—, bordeada por canales diseñados por Julio Cipolleti, a quien le debemos el nombre de la ciudad. Tenemos el río Limay cerquita, de cuya confluencia sale el río Negro. Otoño muy amarillo; inviernos muy fríos; veranos muy calurosos. Mis amigos de Buenos Aires me dicen que cuando hablo de Cipolleti parece que estoy hablando de Nueva York o Las Vegas, pero uno tiene su corazón ahi.

—¿Cuándo y por qué te radicaste en Buenos Aires?

—Por culpa de la literatura. Yo publico mi primer libro de poesía en 2014, que se llamó Mufasa no debió morir. Escrito por si acaso. Lo presento en Cipolleti. Al libro le va muy bien. Empezamos a hacer un espectáculo con un amigo músico y, en una de esas conversaciones, me aconsejó venir a Buenos Aires. Yo tenía treinta y tres años, en ese momento trabajaba como psicólogo en el hospital de Cipolleti, y me planteé por primera vez irme a Buenos Aires. Me pedí el pase a la Casa de Río Negro en Capital hace ocho años atrás.

—Adentrémonos un poco en Se espantan los peces, ¿qué podés contar de la novela sin spoilearla demasiado?

—Es la historia de Simón, un psicólogo, que trabaja en hospitales viendo a jóvenes con enfermedades oncológicas, que está bastante desorientado en la ciudad, no se termina de hallar, está en crisis con su pareja, en tensión con su trabajo, con un perro deprimido, con la dificultad para poder generar lazos afectuosos y que empieza a bucear un poco en su historia.

—Alguna vez dijiste que escribías textos, no libros, pero pareciera que Se espantan los peces sí nació decididamente como una idea de libro.

—Nació con la idea de querer contar una historia. Yo venía de la poesía y necesitaba hacer ese salto a la narrativa, entonces tuve que salir a buscar la posibilidad de contar una historia. Fue un trabajo de escritura de casi dos años. En ese camino me contacté con Luis Mey, novelista que yo, hasta ese momento, no conocía bien. Ahí empezó a crecer esta historia.

—¿En qué etapa de la escritura descubriste que la historia ya estaba encaminada?

—No sé si hubo un momento preciso. Sí hubo momentos en que me empecé a divertir mucho. El pasaje de cierta dificultad, cuando la trama empieza a crecer, empezó a traccionar la historia y me di cuenta de que yo podía estar horas escribiendo. No siempre con espíritu alegre, pero sí corrigiendo o reescribiendo y encontrándole ya el tono a la historia, sobre todo porque fueron apareciendo imágenes. El mismo Simón me fue contando su historia y yo le presté mis manos. No te puedo decir si fue en la página cincuenta o treinta, sí en un momento me di cuenta de que la estaba pasando bien y que necesitaba seguir haciéndolo. Cuando la historia empezó a bucear en la infancia de Simon, el resto empezó a fluir con mucha más naturalidad. La novela es un viaje por distintas edades del personaje. Empieza en la niñez, en esa zona fronteriza con la adolescencia, llega a los treinta y dos años, y luego va y viene de la adolescencia a la adultez.

Es un desafío que la misma historia me fue pidiendo. Honestamente, la novela arranca con uno de los capítulos finales, que es “Prender fuego los manuales”, la visita al hospital de uno de los pacientes. Ese es el corazón de la novela. Pero ese corazón necesitó completar un cuerpo, entender un poco de dónde viene ese presente. Eso me fue haciendo viajar y crear elipsis temporales en la historia de Simón.

—Supongo que alguna de tus andanzas como psicólogo habrán servido de inspiración para las peripecias de Simón en la novela.

—Sí, de hecho, la intención inicial fue novelar algo del oficio del psicólogo en instituciones públicas; sacarlo del lugar del psicólogo de diván, el más prototípico que tenemos en la cabeza.

Entonces, desde ese lugar, yo tenía información como autor para ser el narrador. Sin embargo, la novela no ahonda tanto en la cuestión clínica, le presté algunas experiencias a Simón que me parecía que podían servir para contar su historia.

—Entre los juicios sobre tu obra que abren el libro, figura el de Vicente Zito Lema. ¿Cómo fue tu relación con él?

—Vicente fue un faro. Me hizo el prólogo de mi primer libro de poesía. Lo conocí en el año 2009, porque él viajaba mucho a la Patagonia, a las escuelas de psicología social de Neuquén. Yo laburaba como psicólogo y docente, y lo invitamos a una jornada sobre Ética. Se empezó a tejer una relación con Vicente cada vez que venía a la zona. Una de esas veces paró en casa. Con mucha verguenza, una de esas noches, después de comer un asado, le di mi primer borrador de un libro de poesía. Al irse me hizo una devolución del manuscrito diciendo, palabras más palabras menos: “Hay mucha potencia en tus textos. Hay cuestiones formales para corregir, pero tenés mucha potencia, en el sentido spinozeano, que tenés que desplegar”.

—Hablamos de tu pasaje de Cipolleti a Buenos Aires; hablemos ahora de tu mudanza de la poesía a la novela.

—Costó más de lo que yo pensaba. Es hasta como un cambio de respiración. La poesía dice, la novela cuenta. No es lo mismo decir que contar. Yo tenía que aprender a narrar. Y en ese salto aparece Luis Mey. Si no hubiese aparecido Luis, no sé si esta novela estaría donde está ni las que vinieron después, tuve que hacer bolsa y lagartijas. “Cuando estés bien, vas a subir al ring”, me decía. Fue el ejercicio de pulir y lustrar. Después empecé a sentirme más cómodo, entendí que había que trabajar el tono y trabajar más en la construcción de los personajes, en pintar la aldea. Pero no fue sencillo.

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