cultura
Entrevista a Vicente Battista
Acaba de publicarse una nueva novela de este gran escritor argentino, que se titula El simulacro de los espejos, un thriller kafkiano escrito con pulso.
Su nombre está asociado al de Abelardo Castillo, Liliana Heker y Humberto Costantini, como uno de los integrantes de la llamada generación del 60 que se nucleó en la mítica revista literaria El Escarabajo de Oro. Vicente Battista es un muy reconocido narrador, ganador del Premio Planeta, Casa de las Américas -Cuba- y el del Fondo Nacional de las Artes, entre otros. Conversamos con él, a propósito de su reciente novela con título borgeano: El simulacro de los espejos.
—¿Qué podes contar de la novela sin traicionar el suspenso de la historia?
—Es una novela que nació con la pandemia. Con Gloria, mi mujer, cumplimos al pie de la letra el encierro recomendado y nuestras hijas amablemente nos traían la comida a la puerta. Estar encerrado me llevó a pensar una historia que, de alguna manera, me servía para cauterizar todo esto. Así salió una novela que, en principio, se iba a llamar Las puertas de la noche y cuando ya - prácticamente- estaba terminada encontré un poema de Borges, La recoleta, donde hay un verso que dice "el simulacro de los espejos". Y me pareció un título más adecuado para la novela. Yo decidí que la historia debía suceder en un sitio que primero se llamó la Casa, después iba a ponerle el Sitio y, finalmente, elegí lo que quedó, que es el Lugar. El Lugar es un sitio muy extraño donde ingresan, después de superar un examen muy exigente, las mujeres y hombres. Las mujeres son llamadas escogidas y los hombres, escogidos. A partir de ahí deben cumplir al pie de la letra una serie de códigos.
—El Lugar es un sitio muy especial.
—Y los que viven ahí tienen nombres muy especiales también, no son nombres comunes de nuestra realidad sino Octavio (el personaje que va llevando la novela), Artemio, Braulio, Carmelo. Tanto los hombres como las mujeres tienen riguroso orden alfabético. Como autor me propuse dar un paso más adelante de lo que había propuesto con Gutierrez a secas, que era eliminar al autor omnisciente, capaz de conocer el pensamiento de sus personajes. Ahora el narrador es tan poco omnisciente que se ve en la obligación de llegar a conclusiones en base a gestos de los
personajes.
—Siempre está la inminencia de un enigma por resolver y parece una historia kafkiana, pero está contada con el ritmo de un policial.
—Yo necesito eso. Nunca fui barroco ni lo quiero ser. Mi origen es el cuento, allí es necesario ir a lo concreto y no irse por la tangente. En la novela intento mantener ese código del cuento. Yo le suelo decir a la gente que hace taller conmigo que no expliquen lo que siente el personaje; el lector se va a dar cuenta por la manera en que hablan. Entonces los diálogos son muy sueltos, pero nunca vas a encontrar una acotación. Los personajes son muy extraños. El sitio de por sí es muy extraño -es una cosa bastante opresora, aunque todos se ven muy felices-. Yo necesito que sigan haciendo una vida natural, como afuera, pero con esos cambios extraños. Por otra parte, lo que parece todo tan natural va a derivar en enigmas.
—La novela está dedicada a Abelardo Castillo, un escritor del que fuiste muy amigo.
—Abelardo fue el primer escritor de verdad que yo encontré en mi vida. Yo tenía 21 años cuando lo llamé por teléfono y le dije que me quería encontrar con él. Charlamos largo tiempo, y me invitó a unirme a El Escarabajo de oro.
Él era un tipo directo. La primera vez que yo leí un cuento mío, El bocha le dicen se llamaba, yo creí que había escrito el mejor cuento imaginable, me senté a leer, atento al aplauso, y el aplauso nunca vino. Pero sí las palabras de Abelardo: "Mirá, este cuento es una mierda, pero acá hay un cuentista".
Por supuesto, me banqué el no elogio. Estuve seis meses corrigiendo ese cuento y lo leí. "Ahora sí es un cuento, lo vamos a publicar", me dijo Abelardo más tarde. A partir de ahi, me di cuenta que - más allá de que nos queríamos todos- la crítica era necesaria. Entendíamos que debía ser así.