Fidel Castro una presencia que continúa

Fue uno de los líderes políticos latinoamericanos más influyentes del siglo XX. Sus enemigos fueron muy poderosos, pero su apoyo popular le dio una vigencia que trascendió su muerte.

Un un mundo dividido entre opresores y oprimidos, Fidel Castro encarnaba cierta manera de contemplar la realidad y de elegir de qué lado ponerse. Todas sus esperanzas y frustraciones lo condujeron al arduo camino que debe transitar un hombre para llegar a ser lo que verdaderamente es. Tras el derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista y despertar el sueño libertador de aplastar al tirano, emergió como una de las figuras más preponderantes del siglo XX, un líder popular al que Estados ­Unidos intentaría asesinar más de 600 veces. Un hombre polémico que gobernó durante casi 60 años una isla que de colonia la hizo pasar a patria.

Obsesivo de la exactitud, sus conferencias y discursos estaban repletos de cifras y datos que no dejaban de sorprender a sus interlocutores. Aquellos que lo conocieron personalmente lo describían como un hombre cordial, consciente, pero su enorme poder intimidaba hasta la parálisis. Si Nikita Kruschev y John F. Kennedy estuvieron a punto de iniciar la tercera guerra mundial, fue porque ese hombre se empecinó en defender la dignidad de un pueblo pequeño y pobre que empezó a forzar la marcha de la historia.

Fidel Castro hablaba de la vejez como si quisiera ahuyentarla. Evocaba a los países de la gerontocracia y advertía: “Ojalá que aquí no pase eso”. Pero ese hombre que fue a Sierra Maestra con once sobrevivientes para fundar el primer Estado socialista de América sabía de la injusta inevitabilidad del paso del tiempo. Quizás porque nunca aceptó que este mundo fuera el único mundo posible, llegó a convertirse en uno de los hombres más amados y odiados de la historia. No obstante, prefería llamar “poder” a su capacidad innata de interpretar y conducir a los hombres y las ideas de su tiempo.

A propósito de la amistad que unía a Fidel Castro con el escritor Gabriel García Márquez, Osvaldo Soriano contó que el héroe de Moncada se había desvelado con los sinsabores del amor ficticio e imposible de El amor en los tiempos del cólera, al punto tal de descubrirle palabras que no existían sino en la mente de Florentino Ariza. “Ya sé, los escritores inventan otros mundos, pero te aseguro que en este el galeón lleno de oro que tú describes se hundiría sin remedio”, le advertía Fidel Castro a su amigo. “Hice el cálculo y no hay caso, con un peso semejante se va a pique”.

En ese sentido, el autor argentino afirmó que la cubana era la revolución más insomne de la historia porque su jefe quería estar en todas partes a la vez; oír, ver y opinar sobre cada cosa que afectara el destino de su pueblo rebelde. En cada rincón donde alguien dormía, Fidel vigilaba. Era consciente de que a solo cincuenta millas estaba Miami y el enemigo tenía un brazo largo y malicioso, con centenares de bases militares en el mundo e inventando hechos falsos que justificaron no solo agresiones e invasiones de todo tipo, sino también asesinatos a mansalva y cruentos golpes de Estado. “Sus enemigos no dicen que esa hazaña fue obra del sacrificio de su pueblo, pero también fue obra de la tozuda voluntad y el anticuado sentido del honor de este caballero que siempre se batió por los perdedores, como aquel famoso colega suyo de los campos de Castilla”, escribió Eduardo Galeano a propósito de Fidel.

A diferencia de otros líderes, Castro jamás alentó el culto a la personalidad. No hubo en La Habana monumentos prematuros ni célebres consignas que lo presentaran como ejemplo de todas las bondades revolucionarias. “Este hombre está en el corazón de la gente y eso ni el más enconado adversario se atrevería a negarlo”, escribió Soriano. Cada fotografía o video lo atestigua: al verlo, los cubanos se abalanzan sobre él, desgranan sus quejas, plantean soluciones, se funden en un abrazo. El comandante se detenía, explicaba, discutía. Pero en él no se vislumbraba la complacencia de los caudillos.

La semana pasada, en Moscú, se inauguró una estatua de Fidel Castro, en un acto público presidido por Vladimir Putin y el actual presidente cubano, Miguel Díaz Canel.

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