cultura

Graham Greene, una vida de película

El gran escritor inglés, a quien García Márquez propuso para el premio Nobel, no solo fue crítico de cine, sino también guionista y además muchas de sus novelas se llevaron a la pantalla grande.

Graham Greene nació el 2 de octubre de 1904 en Hertfordshire, Inglaterra. Fue sobrino nieto de Robert Louis
Stevenson. Estudió en Oxford, donde se graduó en Historia Contemporánea, y durante la Segunda Guerra Mundial fue agente secreto del M15 (servicio de inteligencia británico), al que definió como “la mejor agencia de viajes del mun­do”. Además, fue gran amigo de Fidel Castro, Salvador Allende, el arzobispo Helder Camara y el líder panameño Omar Torrijos (a quien le dedicó la novela El general).

Refractario a toda clase de declaraciones dramáticas, alguna vez dijo que sus relatos surgen de su propio sentido del fracaso y que son “una parábola sobre la rareza de la piedad divina”. Su carrera como reportero comienza en el Oxford Outlook en sus tiempos de estudiante, donde escribió mucho sobre cine. En 1926 llegó a The Times, el diario más prestigioso de Londres, en calidad de subeditor.

En esa época ya escribía poesía, pero el éxito llegó con su primera novela, Historia de una cobardía, que salió a la luz en 1929 y le permitió volcarse de lleno a la literatura. Su posterior trabajo, tras la Segunda Guerra Mundial, para el Ministerio de Asuntos Exteriores del Reino Unido lo convirtió en un escritor trashumante y le proporcionó un punto de vista único para ambientar sus novelas de suspenso y espionaje.

Entre 1935 y 1939 ejerció la crítica literaria y cinematográfica, primero en The Spectator y luego en Night and Day. Su paso por esta última revista estuvo marcado por el proceso judicial iniciado por la actriz, Shirley Temple, contra los directores de la revista, a causa de una crítica cinematográfica que escribió el joven Graham, quien había sido designado como redactor jefe solo unos meses antes.

A pesar del escándalo mediático, continuó escribiendo en la revista y allí tuvo elogios para Tiempos modernos, de Charles Chaplin; Furia, de Fritz Lang y El secreto de vivir, de Frank Capra. No obstante, fue crítico de los filmes de Alfred Hitchcok, a quien, incluso, le negó su colaboración para resolver el guion de Mi secreto me condena y no quiso cederle los derechos de Nuestro hombre en La Habana.

A partir de la década del 40 escribió el guion del filme El tercer hombre (1949), dirigida por Carol Reed, con Joseph Cotten y Orson Welles, que luego se transformaría en novela. También colaboró en las adaptaciones de sus obras: El ídolo caído (1948), El que pierde gana (1956) y Nuestro hombre en La Habana (1959) con Alec Guiness y Maureen O’Hara.

Siempre buscó sus fuentes de inspiración en lugares disímiles y arriesgados. Siendo un joven de solo 19 años, solía jugar a la ruleta rusa Alguna vez, Fidel Castro le dijo que, por las veces que había jugado, es­tadísticamente tenía que estar muer­to. El episodio está relatado por el mismo Greene en el primer volumen de sus memorias. En relación con dicho episodio, García Márquez

aseguró: “Graham Greene no ha dejado casi nunca de jugar a la ruleta rusa: la mortal ruleta rusa de la literatura con los pies sobre la tierra”.

El escritor e historiador argentino Osvaldo Bayer definió a Graham Greene como el “más perspicaz periodista de los sentimientos hu­manísticos y no humanísticos”. A su vez contó que, en Berlín, Osvaldo Soriano le llevó El americano impasible y, antes de entregárselo, le advirtió: “Si lees mucho a Graham, te vas a volver novelista y vigilante”.

Aquel inglés colorado y con un exquisito sentido del humor descalificó casi todas las versiones que se hicieron de sus novelas prescindiendo de sus guiones. La versión que le produjo más indignación fue la que Joseph L. Manquiewicz hizo en 1957 de El americano impasible; Greene sentenció que era “pura traición”, porque alteró la historia al punto de despojar de su monstruosa ingenuidad al personaje central del libro. “Esta es la primera vez que un director de cine ha usado su filme como un arma para asesinar a su autor”, afirmó.

En la mayoría de las fotos se lo ve sonreír con mordacidad y ternura. Tenía tendencia a la parquedad, y a través de sus personajes sabía ponerse en el lugar del otro con una sabiduría de la que pocos son capaces. Rehuía las declaraciones y los sitios públicos. Alguna vez le pre­guntaron por qué nunca lo habían incluido en la lista de candidatos al Premio Nobel y el respondió: “No me lo darán jamás porque no me consideran un escritor serio”.

Será difícil encontrar un escritor que haya sido objeto de tantos juicios despóticos como lo fue Graham Greene. Sus colegas decían que tenía la costumbre de alternar la escritura de sus obras más ambiciosas con la de piezas más ligeras. La Academia literaria nunca lo quiso, pero él nunca se lamentó. Por eso siempre sostuvo que escribir es una forma de terapia: “Me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben o los que no pintan o componen música para escapar de la locura, de la melancolía, del terror y del pánico inherente a la condición humana”.

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