cultura

Carlos Aprea, poeta, editor y actor platense

Diario Hoy habló con el multifacético escritor de Villa Elvira, que tiene por brújula la creatividad.

Con varios libros en su haber y un largo recorrido por los escenarios teatrales, Carlos Aprea, nacido y criado en Villa Elvira, no solo es poeta y actor, sino que también participa en proyectos editoriales y culturales. En diálogo con diario Hoy, habló del oficio de escritor y recordó historias y lugares emblemáticos de La Plata.

—¿Escribir es para vos una “necesidad” o es un término demasiado compulsivo o ambicioso?

—Escribir es una parte de mi vida, nunca ha sido una opción única, “de vida o muerte”, porque me interesan muchas cosas en esta única y breve vida que tenemos, salvo en algunos períodos en donde aparece una urgencia y puede que ocupe todas mis horas en intentar unas líneas o encontrar una palabra.

—¿Tenés algún horario o lugar para escribir?

—Hay veces en que en el momento y lugar más inesperado me asalta la necesidad. Otras veces intento tener algo así como un plan, un método.

—¿Cuáles son los temas que están en el centro de tu producción poética?

—Creo que han ido variando con los años, pero me parece que la fragilidad de la existencia humana, la fugacidad del tiempo, la sorpresa de la belleza o de la violencia, las contradicciones y problemas con que nos topamos en lo cotidiano están entre mis preocupaciones habituales.

—¿Qué recuerdos guardás de Libraco?

—Trabajé en Libraco en los primeros años de la recuperación democrática y, verdaderamente, Libraco era una fiesta. Un lugar pleno de fervor donde se reunían quienes llegaban de exilios con los más jóvenes que recién caminábamos por un país sin dictadura y con grandes expectativas.

—Por allí circularon Javier Villafañe y León Rozitchner, ¿no?

—Javier Villafañe, titiritero poeta y maestro, se alojó en alguna oportunidad en los altos de la librería y cada mañana que bajaba a conversar nos fascinaba con sus historias de juglar trotamundo; su mameluco azul, una barba blanca de cuento y unos profundos ojos claros, llenos de picardía. León Rozitchner, con ese aspecto de boxeador que tenía, mostraba una enorme voluntad de dar pelea a la oscuridad de la sinrazón y a quienes, desde el inicio mismo de la democracia, pretendían olvidar lo pasado, imponer “lo posible” y olvidar los sueños de toda una generación diezmada.

—¿Qué es el teatro en tu vida?

—Comencé a saber de qué iba en Berisso, en la recién creada Escuela de Arte, en 1975. Cerrado el curso por la dictadura, volví a reencontrarme con mi maestro, Carlos Lagos, en 1977, en el “Taller de Investigaciones Dramáticas”, donde estuve varios años. Luego formé parte de un entusiasta equipo bajo la dirección de Quico García, que hizo posible dos puestas de enorme repercusión en la ciudad: Woyzeck, historia de un soldado, y Vincent y los cuervos. El teatro, como les sucedió a muchos con otras artes y oficios, me salvó la vida. En principio porque me hizo comprender y vivenciar otro mo­do de estar en el mundo y otro mundo posible. En el refugio de pequeñas salas improvisadas, se preservó y desa­rrolló cierta idea de lo humano a contrapelo de la lógica del éxito económico individual y la muerte colectiva que impuso el golpe de 1976. Con las crisis de fines de los 80 tuve que abandonar la práctica durante muchos años, porque mi precaria situación económica, junto al nacimiento de mis dos hijas, así me lo impusieron. Pero pude regresar, como director primero, como actor después, porque amigos generosos y soñadores me lo permitieron.

—¿Cómo fue tu incursión en Cipriano?

—Tengo en y por Berisso una historia y un cariño indestructible. Una historia de amores y penas. Y de recuerdos imborrables. Y amigos, con los que hemos crecido en amistad y proyectos. Gracias a algunos de ellos (Eduardo Manso, por ejemplo), llegué a participar, en 2014, de Cipriano, yo hice el 17 de octubre, del joven y talentoso Marcelo Gálvez. Una experiencia hermosa, una verdadera obra colectiva, ya que el entusiasmo de actores y extras desbordaba cada jornada de trabajo, cada escena rodada. Una película que cada tanto habría que volver a ver.

El proyecto editorial

—¿Cómo nació Pixel y cuáles son los mayores desafíos que se plantea?

—Pixel es un producto de las crisis de comienzos de siglo, del 2001 argentino. Un proyecto nacido para dar voz, a través de la edición, a nuevas formas de vida, nuevos vínculos y escrituras que aparecían en el mapa cultural de la región. Me invitaron a sumarme a un entusiasta grupo de jóvenes que, pese a la brecha generacional, me convocó y aceptó, y desde fines de 2014 integro el proyecto editorial y soy parte del colectivo El Espacio Malisia, sede no solo de una lindísima librería, sino de un lugar en donde, pasada la pandemia, volveremos a reunir las nuevas y no tan nuevas voces en un espacio de escucha y disfrute colectivo, como lo hicimos entre 2013 y 2019.

—¿Estás trabajando en algún proyecto?

—Como editor, tenemos pensado un libro muy especial del poeta Mario Arteca, que reúne parte de su trabajo crítico. Y sendos libros de Roxana Páez y Horacio Fiebelkorn, también con aliento ensayístico. Y seguiremos publicando a poetas jóvenes en la Saga Relámpago. En lo personal, estoy trabajando en un nue­vo libro, veremos si lo termino en este primer semestre.

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