cultura

Guillermo Martínez y una novela sobre el mundo de los escritores

El gran narrador y matemático acaba de publicar "La última vez", un libro que se presentará hoy en la Feria Internacional del Libro y sobre el cual conversó con diario Hoy

Si uno dice que una novela habla de la escena literaria actual, a priori podría parecer un tema insulso, inocurrente, incurablemente trivial. Sin embargo, Guillermo Martínez ha armado una trama en la que se anuda una intriga, anticipada ya en el subtítulo, cruzada por romances turbulentos, jugadores que establecen las reglas de un juego despiadado, sinuosidades propias de un thriller contado con una voz adictiva que parece venida de Hamelin y que seguimos por ese sortilegio que suspende toda incredulidad.

Guillermo Martínez es un escritor nacido en Bahía Blanca hace 59 años. Se doctoró en Lógica en la Universidad de Buenos Aires y completó su formación en la Universidad de Oxford. Frecuentó el taller de Liliana Heker –aunque confesó a diario Hoy que fue impermeable a algunas de las lecturas allí sugeridas, como Bajo el volcán, de Malcolm Lowry– y publicó su primer libro en 1993, Acerca de Roderer, que tempranamente lo mostraría como un narrador sólidamente plantado y con una voz propia. A partir de allí se granjeó un amplio reconocimiento de lectores y ­colegas, y premios como el del Fondo Nacional de las Artes, el Planeta, el Premio Hispanoamericano de Cuentos Gabriel García Márquez, otorgado por el Ministerio de Cultura de Colombia, y el Premio Nadal de Novela, España.

El tema central del libro es un riesgo que corre todo escritor: no ser bien leído. El de aquí es un autor argentino consagrado, que vive en Barcelona, y hacia el final de su vida siente insoportablemente que su consagración literaria no se basa en la comprensión cabal de su obra, sino en un malentendido, una lectura desatenta a lo que el autor laboriosamente fue abriendo en su obra y que secretamente le da sentido. Guillermo Martínez le contó a este multimedio que ese fantasma se cierne sobre él con cada nuevo libro; pone un gran trabajo en la construcción de la historia, en las ideas que expresa, en el cuidado formal con que engarza cada una de las piezas de esa máquina de contar. Pero por más abrumador que sea el poder de convicción del autor, jamás podrá determinar la interpretación del lector. Más aún: el mismo lector puede llegar a tener muy diferentes, y hasta opuestas, lecturas a lo largo de su vida. Eso fue lo que le ocurrió a Martínez con Una excursión a los indios ranqueles, libro que en los años de la escuela leyó con la misma desconfianza y aburrimiento anticipado que se dedica a todos los textos escolares de “lectura obligatoria”, pero que, leído muchos años después, le pareció una obra literaria de gran calado que hasta se permitía algunos momentos del mejor humorismo.

Guillermo Martínez acepta con resignación los compromisos que trae aparejada la vida literaria, y que están alejados de ese ­trabajo solitario y reconcentrado de crear ­historias. La Feria Internacional del Libro de Buenos Aires es uno de esos escenarios a los que un escritor no puede rehuir. La última vez será presentada allí, hoy a las 18:30, en la sala Julio ­Cortázar.

A propósito de esta 46° edición, el escritor y matemático acuerda prácticamente en todo con el contenido del discurso inaugural de Guillermo Saccomanno. Sobre todo por haber puesto en primer plano cuestiones soterradas como la condición de trabajador del escritor y, consecuentemente, la necesidad de que su trabajo –tanto libros como conferencias–, sea retribuido adecuadamente, porque no es un hobby, sino un oficio. Asimismo, indica la necesidad de que sea revisada la manera de distribuirse las ganancias entre todos los eslabones de la cadena de producción de un libro. Si bien no aspira a que el creador se alce “con el 50% de lo recaudado” por su obra, el 10% actual de derechos de autor es a todas luces injusto cuando “ya se han cubierto los gastos de producción del libro”.

El viejo arte de contar historias

Martínez es un lector avezado que contagia entusiasmo por los libros. En su novela, el personaje recuerda el sello que tenían las obras que se hallaban en la biblioteca a la que era asiduo en su infancia: “Todos los libros merecen ser leídos hasta el final”. El narrador atenúa ese mandato y lo acota a 20 páginas. Esta última es la sugerencia que él sigue como lector. Si en el primer capítulo el libro no ha conseguido seducir al lector, es en vano persistir disciplinadamente en la lectura; lo más probable es que solo coseche el mismo sentimiento de estar perdiendo el tiempo que lo dominó en las páginas iniciales.

Sin embargo, cuando diario Hoy le preguntó si hubo algún libro que se le resistiera al principio y que finalmente descubriera que valía la pena gracias a su obstinación lectora, contestó sin vacilar La montaña mágica. Confesó que la lectura de ese libro de Thomas Mann fue abandonada prematuramente por él, cuando descubrió que al ejemplar que estaba leyendo –propiedad de su abuela– le faltaba una página. Muchos años después, en unas vacaciones, compró el libro y descubrió allí toda su profundidad y esplendor: “La metáfora del sanatorio y la riqueza de los diálogos”.

La última vez es la oportunidad de reencontrarse con un auténtico maestro en el viejo arte de contar historias.

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