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Historias de espías, escritores y astrólogos

El espionaje es caldo de cultivo de personajes muy curiosos que han sido materia prima para la obra de escritores que, a su vez, supieron ser espías.

Para John le Carré, el espionaje no es una actividad elegante de tipos en esmoquin, que beben martinis rodeados de mujeres rubias y enigmáticas, sino una actividad vil y sórdida donde no existe la moral ni las normas. Como George Smiley, el personaje más famoso de sus novelas, Le Carré también fue un espía. Cuando aun era un adolescente recién salido del Eton (por excelencia, el colegio del establishment británico), se unió al British Foreign Service como agente de contrainteligencia y, desde una minúscula oficina del edificio del MI-5 en Curzon Street, se aseguraba que no se infiltrasen espías soviéticos en territorio inglés.

El periodista uruguayo Homero Alsina Thevenet afirma que Dios inventó el espionaje cuando dijo a Moisés: “Envía algunos hombres, uno por cada tribu paterna, para que exploren la tierra de Canaan que voy a dar a los israelitas”. Los doce hombres que durante cuarenta días recorrieron Canaan volvieron con datos sobre cosechas, fortificación de ciudades y fertilidad del suelo. Lo cierto es que, desde esa fecha histórica hasta el moderno James Bond, las actividades del espionaje han sido amplias e intensas. Esa evolución incluyó el desarrollo de organizaciones nacionales tan temibles como la CIA (Estados Unidos), la KGB (Unión Soviética), el Mossad (Israel) o la Sdece (Francia). Cada uno de ellos supuso una inversión colosal, que en el caso de los Estados Unidos fue estimado en una cifra que supera los 10.000 millones de dólares anuales, con no menos de 180.000 funcionarios dentro del país.

A fines de la década de 1930, Graham Greene fue reclutado por el MI-6 a través de su hermana menor, Elisabeth, quien trabajaba en esa agencia. Necesitaban a alguien que supiera de África y así fue como enviaron al joven periodista a Sierra Leona. Su jefe inmediato era Kim Philby, héroe reconocido durante la guerra contra el nazismo, pero que luego pasó a ser un informante de los soviéticos. Su fascinante incursión en el espionaje fue utilizada en muchas de sus novelas, como El ministerio del miedo, El americano impasible y Nuestro hombre en La Habana.

Sin embargo, más importante que el espionaje mismo es la evaluación de los datos obtenidos, lo cual condujo a llamar “intelligence service” a las reparticiones y funcionarios que se ocupaban de tales recopilaciones y valoraciones. Automáticamente, esos servicios generaron otros de “contra inteligencia”, dedicados a impedir el espionaje que pudieran efectuar los servicios de inteligencia extranjeros. Ese juego llevó a la creación de códigos para transmitir informaciones dentro de un mismo bando y, a su vez, a la formación de hombres que puedan descifrar los códigos extranjeros. El ejército nazi, por ejemplo, utilizaba máquinas para enviar y recibir mensajes secretos hasta que los criptógrafos británicos descifraron el código.

Al capitán E. W. Horner, quien perteneció al cuerpo de señales de los Estados Unidos, se le adjudicó la idea de utilizar el idioma de los indios norteamericanos Choctaw, como forma de burlar el espionaje alemán durante la Primera Guerra Mundial. En el frente de 1918, consiguió identificar a ocho indios Choctaw; los repartió entre distintos batallones y obtuvo una eficaz manera de que los mensajes transmitidos de un lado a otro nunca pudieran ser interceptados. El procedimiento fue repetido durante la Segunda Guerra Mundial, esta vez con los indios Navajos. Además de ser el caldo de cultivo de novelas inolvidables, a los Servicios de Inteligencia británicos se le atribuyeron varios golpes mayores durante la Segunda Guerra Mundial. El más difundido implicó que el presidente Winston Churchill reciba diariamente los datos de un astrólogo, sobre conjunciones de planetas y perspectivas para las semanas inmediatas. Nunca se trató, sin embargo, de que el gobierno británico creyera en la astrología, sino de que Adolf Hitler creía en ella. Con aquellos informes, los británicos podían aproximarse así a lo que otro astrólogo estuviera diciendo a Hitler cada día.

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