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Juan Manuel Fangio, la gloria en cuatro ruedas

Fue cinco veces campeón mundial de la Fórmula 1, sin perder nunca su condición de hombre campechano y agradecido del reconocimiento popular.

Abandonó las pistas cubierto de gloria, no formó familia ni se metió en ­política. Juan Manuel Fangio solía fingir modestia, como buen hombre de tacto: “Soy famoso en el exterior porque mi nombre es fácil de pronunciar en todos los idiomas”, decía. Quienes lo conocieron afirmaban que era tímido con las mujeres, no bebía ni fumaba. Tampoco era particularmente desprendido, pero le gustaba dar consejos útiles sobre cómo tener un coche en la ruta. En definitiva, supo cuándo decir que sí y decir que no.

En Francia, todos los noticieros transmitieron montajes de sus 24 carreras ganadas. Sterling Moss, que fue el segundo eterno de Fangio, lo definió con una precisión magnífica: “Era extraordinario, su fuerza residía en su poder de concentración y en esa rara facultad de formar con el auto una sola pieza. No era un técnico sino un artista en el volante”. Hijo de inmigrantes italianos y de origen humilde, Fangio empezó a competir en 1938. Dejó la escuela para dedicarse a la mecánica automovilística y participar en competencias no oficiales. Su población natal le subvencionó un Chevrolet de Turismo Carretera con el que inmediatamente ganaría el Premio Internacional del Norte, victoria que rompió la hegemonía de los Ford y lo lanzó al estrellato nacional.

Hizo de actor y llegó a tener una breve participación en el film Grand Prix (1966), la madre de todas las películas de automovilismo, que ganó tres Premios Óscar. En la escena ingresa en un evento junto al actor Yves Montand, que personificó a un piloto francés, Jean-Pierre Sarti. Todos contemplaban azorados a Fangio, que fue el centro de atención. Asimismo, recibió infinidad de honores y, en la previa al Gran Premio de Brasil de 1982, fue reconocido por la prensa internacional como el Mejor Piloto de todos los tiempos. “Me extraña un poco, a veces, ver chicos que se arriman a saludarme o pedirme un autógrafo. Chicos que ni siquiera han visto carreras de mi tiempo. Quizá fue por los abuelos, los padres, o lo que habrán leído”, respondió alguna vez en un reportaje.

Durante los años del primer peronismo, el General lo ayudó incansablemente para darle lustre al régimen. En esos años, no se había podido consagrar campeón mundial de boxeo el Mono Gatica, la selección argentina de fútbol no se presentaba a los mundiales y los espectaculares triunfos de Fangio eran lo más conocido del país en el exterior. En Europa ganó con casi todas las marcas: Maserati, Alfa Romeo, Mercedes, Ferrari. Y las veces que no fue campeón fue segundo por algún traspié del azar. Por entonces, ya se imponía en todos lados la frase célebre “más rápido que Fangio”.

No tenía carisma mediático pero sí una inmensa fuerza interior. Entre amigos solía contar anécdotas divertidas, como aquella en la que un taxista de Buenos Aires que no lo había reconocido le gritó: “¡Aprendé a manejar, chabón!”. Era un corredor a la antigua, con unas antiparras sin marca y un casco tan resistente como la cáscara de una nuez. Imposible compararlo a ídolos tales como Diego Maradona, ruidoso y exaltado; Fangio era un tipo de campo, un mecánico de Balcarce que quería ser jugador de fútbol y llegó a campeón de todas las pistas. El escritor Osvaldo Soriano afirmó que Fangio confesaba el miedo y que esa conciencia del peligro le permitió llegar a viejo.

Perón le había comprado dos Ferraris para que se iniciara en Europa. Lo apoyó y tuvo la grandeza de no pedirle que se uniera al coro de adulones de la “Argentina justicialista”. No obstante, a la caída del régimen, en 1955, la Revolución Libertadora lo acusó de complicidad indecente con el “tirano prófugo”. Fangio decía que los campeones, los actores y los gobernantes tenían que saber retirarse a tiempo. En su profesión, se codeaba a cada instante con la muerte y la contemplaba con horror: algo intransferible para el resto de las personas, que vivimos a paso de mula. Al final, cuando ya no le quedaba nada por ganar, cuando había deslumbrado al mundo, se retiró sin alboroto. En el año 2000, Darío Grandinetti se puso en la piel del gran corredor interpretándolo en Operación Fangio, una película de Alberto Lecchi.

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