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Julio Cortázar, un escritor inagotable

En 2024 se cumplirán 40 años de su partida, pero su literatura sigue expresando juventud y una inventiva muy personal. Amó este país que a veces fue mezquino con él.

"Yo empecé a escribir mi obra en soledad, y quienes me descubrieron no fueron los editores. Fueron los lectores”, declaró Julio Cortázar alguna vez. Siempre quiso eludirle a la prensa y escaparle a la admiración beata. No vino a la Argentina a recibir homenajes, pero se conmovió hasta las lágrimas la noche que una multitud reunida en el Teatro Abierto lo aplaudió de pie, interminablemente. En cambio, le dolió la cruda indiferencia del entonces electo gobierno democrático, al que se habían acercado tantos escritores e intelectuales. Murió en París el 12 de febrero de 1984, pero su obra se convirtió en la puerta a la literatura de millones de jóvenes de todo el mundo.

Cortázar adhirió al socialismo y con ello irritó a militares, peronistas y radicales argentinos, al menos lo suficiente para vedarle el camino a los elogios públicos. A su muerte, el gobierno radical se tomó casi veinticuatro horas para enviar a París un telegrama seco: “Exprésole hondo pesar ante pérdida de exponente genuino de la cultura y las letras argentinas”. Vale decir, apenas un reconocimiento de argentinidad sin mengua.

Julio Cortázar llegó a Francia cuando tenía 37 años y escribió toda su obra en medio de una gran “sacudida existencial”. Lo explicó en diversas entrevistas: “Con ese clima particularmente intenso que tenía la vida en París —la soledad al principio, la búsqueda de intensidad después (en Buenos Aires me había dejado vivir mucho más)— de golpe, en poco tiempo, se produce una condensación de presente y pasado; el pasado, en suma, se enchufa al presente y el resultado es una sensación de hostigamiento que me exigía la escritura”. De modo que, en tres décadas, escribió doce libros de cuentos y cuatro novelas además de una multitud de textos breves que reuniría en diferentes volúmenes. Su obra mayor, la que iba a conmocionar las letras castellanas, estaba allí: Bestiario, Final del juego, Las armas secretas, Los premios, Historia de cronopios y famas, Rayuela, Libro de Manuel, etc.

Desde pequeño, su relación con las palabras no se diferenciaba de su relación con el mundo en general, como si hubiese nacido para no aceptar las cosas tal como le fueron dadas. Su íntimo amigo, el escritor Osvaldo Soriano, afirmó que el chauvinismo, la mezquindad de los argentinos —sobre todo de los intelectuales— se manifestó desde que Cortázar se convirtió en un autor de éxito en el mundo entero.

Como no era fácil discutirle su literatura, se cuestionó al hombre indócil y lejano en una suerte de juego que el propio Cortázar llamó “parricidio”: “Lo que siempre me molestó un poco fue que los que me reprochaban la ausencia de la Argentina fueran incapaces de ver hasta qué punto la experiencia europea había sido positiva y no negativa para mí y, al serlo, lo era indirectamente, por repercusión, en la literatura de mi país dado que yo estaba haciendo una literatura argentina: escribiendo en castellano y mirando muy directamente hacia América Latina”.

Desde que conoció la Revolución Cubana, Cortázar hizo política a su manera; generoso pero nunca ingenuo, adhirió al socialismo y apoyó a la izquierda, de Fidel Castro a Salvador Allende, de Francois Miterrand a los sandinistas de Nicaragua.

A propósito de la revolución nicaragüense de 1979, García Márquez recordaría a Cortázar: “Enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires”. No fue, sin embargo, un incondicional: sus desacuerdos con los revolucionarios aparecían cada vez que predominaba el dogmatismo ideológico y las libertades eran conculcadas. Su combate contra la dictadura argentina le ganó otros adversarios, además de los militares que lo habían amenazado de muerte.

En 1973, cuando viajó a Argentina compartió las mejores horas con Rodolfo Walsh, Paco Urondo y otros intelectuales que, desde el peronismo combativo, creían posible la edificación de una sociedad más justa. Como escribió Soriano, a Cortázar lo heredarán por generaciones millones de lectores y un país que nunca terminó de aceptarlo porque le debía demasiado.

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