cultura

La mujer que con sus claveles puso nombre a una revolución

Un soldado portugués que marchaba hacia una sublevación le pidió un cigarrillo a una mujer que solo tenía un ramo de flores y le extendió una.

La dictadura portuguesa instaurada en 1968 por Antonio de Oliveira Salazar había empujado a la población civil a una situación de hartazgo. Por eso, no era extraño que aquel 25 de abril de 1974 una mujer de pueblo viera con simpatía a un militar que se uniera a un movimiento de rebelión contra ese régimen despótico basado en la policía secreta y el colonialismo. La mujer, que se llamaba Celeste Caeiro, volvía de su trabajo con un ramo de claveles por una fiesta fallida en el restaurante en el que trabajaba. Esa mujer bajita, camarera y que tenía como única arma su sonrisa aminoró sus pasos cuando vio venir por la acera a un uniformado. El soldado veinteañero estaba visiblemente nervioso, secando la transpiración de la mano contra el pantalón, le pidió un cigarrillo. Ella no fumaba y nunca lo había hecho. Celeste lo miró profundamente a los ojos y vio allí una islita de coraje en un océano de miedo. Se disculpó por no fumar y, sin agregar palabra, le extendió un clavel.

Cuando el levantamiento triunfó y la anécdota de la mujer con flores y el soldado fue pasando de boca en boca variando en los detalles a medida que se extendía, no había soldado a quien una mujer no se le acercara con una flor en la mano. Muchos años después, Celeste Caeiro diría: “Nunca esperé que los claveles viniesen a derivar en todo esto, fue un gesto sin segundas intenciones”. El día en que se inició la Revolución de los Claveles, el restaurante en el que trabajaba Celeste cumplía un año: “Los dueños querían hacer una fiesta para celebrarlo y en una fiesta no pueden faltar las flores”. El lugar estaba estallado de flores. Al llegar al trabajo, el gerente del restaurante le dijo que no abrirían las puertas porque corría el rumor de un alzamiento militar y temía que las refriegas callejeras pudieran ocasionar destrozos en el lugar. Les propuso a los empleados que se llevaran las flores que quisieran antes de que se echasen a perder. Celeste Caeiro se fue hacia su casa con una brazada de claveles rojos y blancos.

Celeste Caeiro era de ascendencia española, madre soltera y militante del Partido Comunista. En los años de su juventud, participó en la resistencia contra la dictadura. La mayoría de sus compañeros de militancia habían caído presos y, algunos, muertos. En 1970, el dictador Salazar murió por un derrame cerebral y le sucedió Marcelo Caetano, que no hizo sino prolongar las peores características de su predecesor, controlando más férreamente la protesta social interna y reprimiendo con crueldad cualquier intento descolonizador en Mozambique y Angola.

Aquella mañana, de regreso a su casa, Celeste pasó por la plaza del Rossio y, cuando estaba comenzando a transitar Largo do Carmo, lo vio al soldado. Le pareció una criatura desamparada, sin embargo, había cierta firmeza en la voz cuando le pidió un cigarrillo. Sin saber por qué, quiso abrazarlo. Solo atinó a darle una flor. El muchacho sonrió e hizo un gesto sorprendente que a Celeste la colmó de una alegría que le llenó de lágrima los ojos. Como en una ceremonia, con la seriedad de un niño que está jugando, el soldado puso el clavel rojo en la boca de su fusil. De la nada fueron apareciendo más soldados, y Celeste entregó a cada uno de ellos un clavel, hasta quedarse sin ninguno.

Lo que Celeste Caeiro no sabía entonces es que a esa hora, una radio portuguesa estaba emitiendo la canción prohibida por la dictadura “Grándola, Vila Morena”, la señal convenida para el inicio de ese alzamiento militar que encarnaba el sentir de un pueblo entero: acabar con cinco décadas de dictadura. Enterada de la rebelión, la gente saldría en tropel a las calles, cantando y con las banderas en alto, entre los tanques de los militares sublevados y un obstinado sonido de tambores. Las calles de todo Portugal se llenaron de un pueblo decidido a decir basta, la euforia de volver a sentirse protagonistas. En el aire se propagaba una epidemia de claveles anunciando la primavera democrática que vendría.

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