cultura

La música como terapia y ceremonia

Es un arte que acompaña al hombre desde el origen de la especie, ha cumplido diversas funciones a lo largo de los tiempos y en las distintas geografías.

Melómano es aquella persona obsesionada por la música. En una época, algunos la identificaban como una especie de enfermedad o trastorno, aunque no estuviera reconocido como tal porque no tenía ningún tipo de efecto negativo. La música es una de las mayores formas de expresión artística desde tiempos ancestrales. Además constituye el sostén de una gigantesca industria global, ya que en la cultura tienen cabida muy distintos tipos de música, empleados con fines recreativos, ceremoniales, publicitarios o de distinta naturaleza.

El origen de la música se encuentra envuelto de misterio, aunque se estima comenzó en la prehistoria de la humanidad y se la vincula con los ritos de apareamiento y con el trabajo colectivo. La danza y el canto parecen haber estado desde el principio asociados al modo en que el ser humano comprende el mundo. De hecho, formaban parte de sus manifestaciones religiosas o chamánicas, como rituales de sanación, cantos de batalla o de cacería, o bailes para atraer la lluvia.

Jimmy Hendrix sostenía que la música es algo espiritual: “Puedes hipnotizar a la gente con la música y cuando los tengas en su punto más débil, puedes predicar a sus subconscientes lo que deseas decirles”. Julio Cortázar amaba la música clásica, el tango y sobre todo el jazz. Ritmo y swing eran para él elementos indispensables en su escritura. “El jazz es para mí una especie de presencia continua, incluso en lo que escribo- afirmaba el autor de Rayuela-. Mi trabajo de escritor se da de una manera en donde hay una especie de ritmo, que no tiene nada que ver con las rimas y las aliteraciones, sino una especie de latido, de swing, como dicen los hombres de jazz, que si no está en lo que yo hago, es una prueba de que no sirve y hay que tirarlo”, dijo.

Tal era la afición que por la música sentía cierta religiosa del monasterio del Carmen, en Lima, que decidió asistir a la primera ópera que se efectuaba en la capital de Perú en 1841. Realizó su escapatoria aprovechándose de que estaba en limpia el brazo del río que proveía al convento; y cubierta la cabeza con un pañolón lambayecano, escuchó-desde un oculto de la platea- cantar a Carolina Griffoni el Barbero de Sevilla, que Rossini aún no había escrito bajo aquel nombre, inmortalizando la obra. Con ánimo entre regocijado y receloso regresó después de las diez de la noche, en medio de la garúa característica del invierno limeño, cuando al llegar a la Acequia de Islas, se encontró con que los tomeros habían soltado el agua, lo que para la monja melómana imposibilitaba la entrada al claustro por el mismo camino que tres horas antes había utilizado para la salida. Atribulada al extremo no le quedó a la desdichada otro recurso que el de dar aldabonazos a la puerta de la casa arzobispal, hasta que alarmado su Ilustrísima, que en esos momentos iba a acostarse, mandó a abrir y que entrase la importuna. Después de escuchar su merecida reprimenda, el sagaz obispo Las Heras la hizo vestir la sotana, manteo y birretillo de su secretario, encaminándose al Carmen con el improvisado familiar. Llegados al monasterio ordenó a la portera que advirtiese a la comunidad que, bajo pena de excomulgación, prohibía a las monjas asomar sus narices fuera de la celda hasta que él tocara las campanas convocando al coro. Alejada la hermana portera para cumplir el mandato, dio su ilustrísima entrada al fingido familiar, quien ya en su celda cambió rápidamente de vestido. Cuando 15 minutos más tarde se congregaron las monjas, dijo a la superiora: “Madre abadesa, contad vuestras oveja”. Cuando le contestaron que estaban todas las monjas, el arzobispo sentenció: “Bendigamos a Dios, hijas mías, porque ha resultado calumnioso un aviso anónimo que recibí ayer”. Y con voz arrogante entonó el Dem Laudamus, acompañando a las monjas, que nunca supieron la verdad sobre la visita del arzobispo en horas tan intempestivas.

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