CULTURA
La publicidad, el arte de inventar compradores
Un repaso por los avisos publicados a lo largo de la historia de nuestro país muestra que, con un poco más de ingenuidad, los símbolos y valores han sido siempre los mismos.
La investigación motivacional –la técnica de hurgar en la psicología de los consumidores– demostró que la gente no siempre elige aconsejada por la razón: por el contrario, compra guiada por impulsos inconscientes. A partir de esa certeza, los publicitarios elaboran los avisos que se dispersan en los medios de comunicación buscando crear condicionamientos culturales, como por ejemplo asociar instantáneamente a la Gioconda con el dulce de batata.
Los intentos publicitarios por colocar productos en el mercado tienen en nuestro país un historial de gemas. Por ejemplo, el aviso que Lázaro Costa publicó en la revista Caras y Caretas el 24 de enero de 1903: “La casa de Lázaro Costa y Cía. a sus clientes les obsequia con este abanico de beldades. Hay que tener cuidado al abanicarse, pues las varillas pueden lastimar el corazón”. Debajo, el empresario recordaba delicadamente su otro ramo profesional: “Por 200 pesos, un correcto servicio fúnebre a 4 caballos con todos sus accesorios, pudiéndose modificar este servicio a satisfacción del interesado”.
Hay avisos que dan cuenta de prácticas ignominiosas teóricamente desterradas por la Asamblea del Año XIII, pero que se mantuvieron por largo tiempo más. El Telégrafo Mercantil, en 1801, anunciaba que “Doña Josefa Carballo quiere vender a 2 esclavos suyos, marido y muger, con una hijita de pechos como de edad de 1 año en 800 ps. libres de escritura y alcabala, mozos, sanos y libres de todo vicio: el marido en 350 ps. y la muger con la hijita en 450 ps. y esta es costurera, lavandera y planchadora”. Treinta años después, en 1831, El Lucero anunciaba: “Se vende un criado de 26 años llamado Saturnino, criollo y oficial albañil y es de a caballo. El que guste comprarlo véase con su amo que vive en la calle de Potosí núm. 196”. Algunas víctimas querían escaparse de ese destino abolido oficialmente pero vigente en los hechos; entonces podían leerse avisos como este publicado en el mismo periódico, pero en 1829: “Se ha huido un negrito de edad de 13 a 14 años, del partido de Morón, llamado Juan, sus señales son: regordete, cara redonda, renegrido, vestido de campo, con chiripá, poncho y calzoncillo. El que lo encontrase podrá avisar o entregarlo, calle de la Victoria, panadería de D. José López, que será gratificado separado de los costos”. También allí salía, en 1831, un aviso de trata de personas pero con presuntos fines pedagógicos: “En la casa de Egercicios se halla una morena llamada Francisca, buena cocinera y de excelente servicio, pero que necesita corrección. La persona que quiera tomarla puede acercarse a la casa Nº 8 calle de Suipacha”.
En los avisos se podía encontrar de todo, por eso las madres que no podían criar a sus hijos estaban atentas a las publicaciones: “Al público: ama de leche, una señora italiana, a quien se le murió un hijo de dos meses se ofrece” (El Progreso, 1853). También los amenazados por la calvicie eran seguidores impenitentes de los avisos publicitarios: “Restaurador de cabello De Rossetter. Devuelve al cabello cano su color natural. No es un tinte y no contiene aceite. Reemplaza perfectamente a las pomadas. Quita la caspa y demás impurezas de la cabeza. Hace crecer y fortalecer el cabello y le da el lustre y vigor de la juventud”.
Un ropaje científico
Bajo ropaje científico, aparecían pastillas o pócimas mágicas: “las píldoras de la Mandrágora del doctor Schenck (para indigestión y jaqueca)”, el cepillo eléctrico del doctor Scott para el cabello, las placas eléctricas del mismo Scott “para curar los dolores del cuerpo”, el elixir del doctor Packard contra la tos, asma, bronquitis, fatiga y resfriados en general, la célebre pomada “para borrar las feas marcas de la viruela” que ofrecía La Botica de las Artes y ciertos lujos que se daban los habitantes de Buenos Aires, como el de contar con un célebre dentista que, según se publicitaba, había reparado el aparato manducatorio de los últimos Borbones: “Leymarie, médico dentista de los últimos reyes de Francia, condecorado con una medalla de honor por Luis XVIII, que ha egercido esta especialidad durante 30 años en París, y se retiró de la Francia por motivo de la Revolución. El Dr. Leymarie es el autor de una nueva invención que tiene por objeto arreglar una dentadura con resortes que jamás se gastan y conservan siempre su misma fuerza; este descubrimiento le ha valido la aprobación de todos aquellos que han usado de su feliz sistema. Él saca muelas por medio del cloroforme y de este modo no causa el más mínimo dolor, empleándolo solo para las personas demasiado sensibles. Calle Esmeralda Nº 7, esquina a la Federación (en los altos)”.