Los alquimistas y el secreto de la riqueza
Científicos de todos los tiempos soñaron con hallar la piedra filosofal que les permitiría convertir cualquier cosa en oro.
Isaac Newton pasó a la historia de la Física por descubrir la ley de gravitación universal, desarrollar el cálculo infinitesimal y sentar las bases de la mecánica clásica mediante leyes que llevan su nombre, pero otra preocupación lo desvelaba: la fórmula para transmutar en oro todos los metales. Más de un siglo después de su muerte se descubrieron manuscritos en el que aseguraba haber alcanzado la piedra filosofal.
La Chemical Heritage Foundation de los Estados Unidos desembolsó una fortuna en una subasta para quedarse con los escritos originales, escritos a mano por el propio Newton, explicando cómo había llegado a la fabricación del “mercurio sófico”, una sustancia que le permitiría fabricar oro a voluntad. Isaac Newton, que era heterodoxo en cuestiones religiosas –no creía en la Santísima Trinidad–, encontraba en Dios las causas de la alquimia: “La alquimia no trata con los metales como piensan los vulgares ignorantes, cuyo error les ha hecho despreciar esa noble ciencia, sino también con las venas materiales de cuya naturaleza Dios creó a sus servidores para que concibieran y procesaran a sus criaturas. En el conocimiento de esta filosofía hizo Dios a Salomón el más grande filósofo del mundo”.
El interés por la alquimia era usual entre los científicos del siglo XVII, quienes procuraban revelar la naturaleza de la materia. Por eso, la Química alcanzó un gran desarrollo por ese entonces. El significado de la palabra alquimia tiene su origen en la conjunción del artículo al, de origen árabe, y el vocablo griego khemeia (“química”). Su objetivo era alcanzar el que se suponía principio único motor de todas las cosas, divinas y humanas.
El origen de la alquimia puede rastrearse en el Antiguo Egipto. Los griegos sistematizaron todos los conocimientos heredados. Para Aristóteles, el fuego, el agua, el aire y la tierra, más que elementos, eran cualidades de la materia. La combinación de esos elementos es la que permitía la infinita variedad de cosas en el universo. La concepción aristotélica de los cuatro elementos básicos fue parte fundamental de la concepción de la alquimia.
Los alquimistas vivían apartados de las tentaciones mundanas, y tenían una habitación destinada a destilaciones, sublimaciones y soluciones. La codicia de los reyes los llevaban a convocar siempre a los alquimistas con la ilusión de ser los primeros en enterarse del secreto que les daría eterna riqueza.
Raimundo Lulio, conocido como “Doctor Inspiratus”, trabajó sobre sales de plomo, creyendo de esa manera acercarse al destilado aurífero. Fue ese el motivo por el cual su nombre aparece en Harry Potter y la piedra filosofal. En el siglo XVI, el médico y astrólogo suizo Paracelso, quien sostenía haber creado un ser vivo en su laboratorio, obtuvo en la Universidad de Basilea, en 1527, la primera cátedra de Química de la que se tenga memoria. Desde allí enseñaba que todas las sustancias están compuestas de sal, azufre, mercurio y una esencia con la que, de lograr aislarse, se lograría el elixir de la vida o panacea. En el camino hizo muchos hallazgos, por ejemplo el líquido sinovial que lubrica las articulaciones, y descubrió que la sífilis debía ser tratada con mercurio.
Pero fue Isaac Newton quien durante décadas se dedicó a mezclar sustancias en su caldero de cobre, y llegó a conclusiones que, según él, lo habían llevado a las puertas de la piedra filosofal. Esos manuscritos, que firmó con el seudónimo de “Jeova Sanctus Unus”, en un primer momento fueron comprados por el célebre economista británico John Maynard Keynes, quien definió así a Newton: “Fue el último de los magos, el último de los babilonios y los sumerios, la última gran mente que contempló el mundo visible e intelectual con los mismos ojos de aquellos que empezaron a edificar nuestra herencia intelectual hace poco menos de 10.000 años”. Décadas después, esos cotizados manuscritos volverían a ser subastados con el afán de desentrañar un secreto que, hasta el día de hoy, permanece inasible.