cultura
Los históricos veraneos platenses
Las vacaciones estivales de los habitantes de nuestra ciudad han mudado radicalmente de forma con el transcurso de los años.
Los veraneos de los platenses han cambiado profundamente con el paso del tiempo, y ciertos hábitos hoy son nostalgias traspapeladas en el pasado. Sabido es que hasta adentrado mucho el siglo XIX, la tranquila vida de los pueblos de antaño no requería la urgente necesidad de descansos estivales y eran raras las salidas al campo, las sierras o las playas. En las cálidas tardes de verano, los platenses tenían a su alcance el ambiente propicio al descanso reparador. Los somnolientos patios de baldosas coloradas que se refrescaban con algunos baldazos de agua sacada del aljibe eran el paraíso para el descanso físico y espiritual.
Para los porteños, los baños en el río se practicaban a partir del 8 de diciembre, día en que los frailes de San Francisco bendecían las aguas del estuario. Era el día de la Inmaculada Concepción. Y se consideraba un verdadero sacrilegio bañarse en el río antes de esa fecha. Al agua se entraba en paños menores, cubriéndose con una sábana. Las tormentas de verano sorprendían muchas veces a los bañistas y dada la rapidez con la que se desencadenaban, envolvían a la ciudad en nubes de tierra, los dispersaban entre los gritos de alegría de los mayores y el llanto de los chicos.
A principios del último tercio del siglo XIX, las familias de lo que actualmente se considera el Área Metropolitana de la provincia de Buenos Aires comenzaron a veranear, para lo cual se instalaron en residencias situadas en pueblos cercanos, entre ellos Flores, Belgrano, Adrogué, San Isidro, San Fernando y Morón. Un año después de fundada la ciudad de La Plata, en medio de una nube de polvo y griterío de chicaje pueblerino, abandonaba la galera de la “Unión Vascongada y Ballenera”, dirigida por Antonio Apaolaza, la plaza Maipú, conduciendo la comitiva que acompañaba al fundador de La Plata, Dardo Rocha, quien se había propuesto visitar Mar del Plata. Los célebres viajeros pernoctaron en el “Hotel de la Amistad” de aquella ciudad, después haber hecho en tren desde Buenos Aires la primera etapa del viaje; luego de cuatro horas de monótono y constante rodar de la diligencia por caminos trillados, arribaron sin mayores contratiempos a la estancia don Teodoro Serantes “La Felicidad”, según relató el investigador Julio César Gascón.
Hacia la década de 1920, nuestros “abuelos platenses” solían concurrir en grupos familiares en excursiones a Palo Blanco e Isla Paulino. Debía partirse de 1 y 60, en donde se tomaba el tranvía 25 de la empresa Testamenti por veinticinco centavos, que conducía hasta el nacimiento de la calle Montevideo de Berisso. Allí se trasbordaba al tranvía 23 en donde el ambiente era mucho más familiar. Solía llevarse acordeón y se vivía un clima de jarana. El viaje se hacía largo por el mal estado de las vías, así como por el desorden, que obligaba al guarda a detener el tranvía en muchas oportunidades para poder restablecer la calma. Este vehículo iba hasta el puente sobre el río Santiago, en el lugar en que aquel va queriendo aproximarse a su desembocadura en el Río de La Plata.
Curiosamente, se llegaba hasta Palo Blanco también por otra vía: la del tubo cloacal. El traslado se efectuaba en zorras “Decauville” que partían del depósito de materiales sobrantes de la construcción del tubo mencionado, que había en la manzana de 1 y diagonal 79. Como medio de tracción, los organizadores tenían que disponer de una cabalgadura con cuarta que podía arrastrar dos zorras con asientos y capacidad para quince personas cada una. Su alquiler costaba un peso. Partiendo del depósito mencionado, se seguía bordeando el tubo hasta llegar a la playa del Río de La Plata.
Este viaje a través de la diagonal, lleno de bullicio, constituía también, como en el caso del tranvía 23, instantes de sana alegría y motivo de feliz curiosidad para la barriada, quien advertía la partida del convoy por el toque de bocina que se hacía con una corneta del fonógrafo.