Cultura

Martha Argerich y el talento necesario para llevar la música por el mundo

Desde niña mantuvo una prodigiosa relación con el piano. La destacada artista argentina, nacida en junio de 1941, es considerada una de las mayores intérpretes contemporáneas.

En la mayoría de las escuelas de piano se enseña un principio básico que establece que la fusión que todo artista debe tener con la música no es sino a través de una íntima conexión física con el instrumento. Una de las imágenes que se utilizan para ilustrar este principio es la de la cuerda de un tendedero cuyos extremos, que serían el hombro y los dedos, son los únicos puntos de apoyo, manteniéndose la cuerda, es decir el brazo, completamente libre.

De niña, Martha Argerich hacía ejercicios para que sus falanges se expandieran, se dilataran. Se reventaba los dedos elongando. La conexión con el instrumento no incumbe solamente al brazo, manos y dedos, sino que va más allá, compromete a todo el cuerpo. Tocando el piano sentía colmar su sed, crujir sus huesos de dicha.

Nacida en Buenos Aires el 5 de junio de 1941, su primer gran maestro lo tuvo a los cinco años. Fue el italiano Vicente Scaramuzza, un extraordinario pianista que nunca había podido superar el pánico que lo acometía cada vez que se presentaba en público. Su método fue célebre y varios de sus alumnos también, aunque entre nombres como los de Antonio De Raco, Bruno Gelber, Edda María Sangrígoli, fulguró un escalón más arriba el de la prodigiosa Martha Argerich.

No pasó mucho tiempo para que esa niño prodigio se presentara por primera vez en público. A los doce años ya había tocado en el legendario Teatro Colón y el presidente Juan Domingo Perón le había dado una cita en la residencia presidencial.

Acompañada por su madre, asistió a la Casa Rosada. Como un eco tenaz, distanciado, recordaba: “Yo no era muy peronista; me acuerdo de que siempre estaba pegando por todos lados papelitos que decían Balbín-Frondizi. Fue muy agradable conmigo, era muy encantador y entendía mucho a la gente, tenía mucha empatía. En cierto momento mi mamá le dijo: Estaría bien si Marthita fuera a tocar para el concierto de la Unión de Estudiantes Secundarios(UES). Él me miró y vio que yo puse una cara de que no quería. Entonces por debajo de la mesa me hizo no con un gesto y a mi mamá le dijo: Claro, por supuesto, señora. Se dio cuenta de que yo no quería”.

Volcánica e impredecible, decidió irse del país cuando cumplió 14 años. Nunca ocultó que la sofocaba la vida del virtuoso en el mundo de la música clásica: “No quiero ser una máquina de tocar el piano. Un solista vive solo, toca solo, come solo, duerme solo. Y eso es muy poco para mi”.

Continuó sus estudios musicales en Inglaterra, Austria y Suiza. A los 16 ganó las competencias de piano de Bolzano y Ginebra y su nombre comenzó a ganarse un lugar en los círculos más prestigiosos de la música europea. En 1960 grabaría su primer disco para la Deutsche Grammophon.

No obstante, a los 20 años, con un horizonte lleno de promesas, estuvo tres años sin acercarse a un piano, mirando televisión en un departamentito en Nueva York. Ya tenía planeado que cuando se le acabara la plata comenzaría a trabajar de secretaria: para algo iban a servir esos dedos demoníacamente hábiles.

En 1965, cuando su carrera se había convertido en una incógnita, retornó a la escena de manera excepcional. Entonces, se llevó el primer premio de la séptima edición del Concurso Chopin de Varsovia, que es probablemente el más alto galardón para un pianista en el mundo. También obtuvo el Premio de la Radio Polaca por sus interpretaciones de los Valses y Mazurkas de Chopin.

Por entonces, viró su interés hacia la música de cámara y empezó a compartir escenario con músicos de la talla de Nelson Freire, Stephen Bishop-Kovacevicj y Alexander Rabinobich, incluso resingando sus presentaciones con orquesta y aun más como solista.

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