Cultura
René Lavand, el gran ilusionista
A los nueve años le amputaron la mano derecha, pero en lugar de acobardarse hizo lo que ningún otro pudo antes: magia con una sola mano. Fue admirado mundialmente.
Hijo único de Antonio Lavandera y de Sara Fernández, viajante de comercio él, maestra ella, Héctor René Lavandera nació el 24 de septiembre de 1928. Vivió con su familia en diversas ciudades de Buenos Aires. En aquel momento, su padre montaba zapaterías. Cuando el niño cumplió 7 años, se presentó en el antiguo teatro Avenida un ilusionista llamado Chang, que había revolucionado el espectáculo con su gran compañía. Cuando se levantó el telón rojo y apareció el mago, el niño se quedó mudo y deseó aprender de él todos los trucos; los secretos de alguien con una destreza que los ojos no alcanzaban a comprender, abriendo las más vastas posibilidades de la imaginación, haciendo posible lo imposible.
En febrero de 1937, jugando al carnaval en una plaza de Coronel Suárez, sus amigos lo convencieron de cruzar la calle. A él le habían prohibido hacerlo solo. Pero sus amigos lo hicieron y él los siguió. Fue entonces que entre él y el resto de su vida se interpuso un auto a toda velocidad. Hubo una maniobra brusca, una caída y su antebrazo derecho aplastado por un neumático contra el cordón de la vereda. El niño era diestro. La mano perdida: la derecha.
La rehabilitación duró un año, pero la dureza de aquel accidente sufrido trajo un nuevo comienzo. Las barajas cobraron otra significación. Aunque al principio se caían en tropel de su mano torpe, tan izquierda, René insistía con tesón. Se impuso disciplinas arduas: ejercicios de precisión, jugar ping-pong, pelota paleta. El manejo de las cartas le costaba sangre. Aferrar, evadir, levantar, ocultar, escanciar: “Tras el accidente entré en procesos psicológicos profundos y comencé a crear mis propias técnicas. Sentí una inyección en mi organismo que movió esa química que evidentemente sentía adentro y quise ser ilusionista”, contó Lavand.
Cuando cumplió 18 años, su padre murió de cáncer y el peso de las deudas familiares recayó sobre sus espaldas. Salió a buscar empleo y consiguió un puesto en el Banco Nación. Pasó allí los siguientes diez años de su vida, pero nunca abandonó su pasión. En 1960 ganó una competencia de ilusionismo y le ofrecieron debutar en un teatro de Buenos Aires. Se rebautizó René Lavand. Se calzó el frac, el moño al cuello y se dejó un bigote fino: hizo furor.
Lo suyo no era para radio ni para disco, sino para televisión o reuniones no demasiado grandes, por una simple cuestión: el tamaño de la baraja. De nada le habían servido los libros, tuvo que ser un autodidacta. Le gustaba definir su oficio como una forma de engañar sin engañar: “Para mí la palabra más linda es ilusionismo, porque creo que soy eso, un creador de ilusiones. Me encanta la magia del amor, de la amistad, de la técnica, pero lo mío son trucos”.
Numerosos shows internacionales comenzaron a reclamar su arte de barajar la vida por su lado más bello: el asombro. Deslumbró en el Ed Sullivan Show en Estados Unidos –el mismo programa de televisión en el que se habían presentado los Beatles en su gira norteamericana–; hizo una temporada en México y una gira latinoamericana por Chile, Colombia, Puerto Rico y Uruguay. Incluso fue contratado por la BBC de Londres. Solía decir: “El aficionado es muy importante siempre que sea capaz de deslumbrarme con un juego. Ahora, si me viene un erudito que sabe quinientos mil trucos y conoce todos los secretos pero no sabe presentarme uno, ese señor no me interesa”.
El último asombro
Ya radicado en su casa de Tandil, tuvo varios laboratorios (cada uno se componía de un paño negro y un mazo de barajas), en el living, en el comedor, en la parrilla. Absorbido por una idea, caminaba un par de metros y ya estaba anotando un tema, probando una técnica y escribiendo para tal o cual presentación, pero bajo una misma consigna: buscar una cualidad que excediera la secuencia mecánica del truco.
Murió el 7 de febrero de 2015, pero su leyenda siguió acrecentándose en el círculo aúlico de ilusionistas del mundo. Como si aquella búsqueda obstinada de desafiarse a sí mismo, de saber dosificar el misterio, aún aguardara un desenlace, un último asombro.