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La importancia del fuego en la historia humana

Fue una de las primeras herramientas con las que contaron los seres humanos para distinguirse del resto de los animales.

El fuego hizo a los hombres. De todas las maneras: para empezar, no hay relato del origen que no se haya cocinado al calor de una llama. El griego, por ejemplo, cuenta cómo un hombre decidió dar a los suyos el saber de los dioses: para hacerlo. Prometeo se robó el fuego del Olimpo y se lo trajo. Lo mismo hizo Matarisvan en los cuentos védicos, Arzazel en los hebreos, Loki en los vikingos. Con fuego, los hombres empezaron a ser lo que serían: los dueños del mundo.

No eran solo historias para contar alrededor del fuego: todo cambió realmente hace menos de un millón de años, cuando aquellas bandas carroñeras frágiles que vagaban asustadas por pampas y colinas aprendieron a manejar las llamas. Con ellas se calentaron, se iluminaron, se defendieron de las fieras, convirtieron bosques impenetrables en planicies de caza, la noche en día y tantas cosas que antes no.

El fuego fue una de las primeras herramientas; gracias a ella, los hombres se distinguieron de los animales: pudieron hacer mucho más que lo que sus cuerpos le permitían, ser más de lo que eran. Después, durante siglos, el fuego fue el centro de nuestras vidas. Por algo el hogar se llamó hogar, el lugar de las llamas. Todo venía del fuego: la cocina, la calefacción, la agricultura, las armas, los cultos, las historias. Con el tiempo, otras funciones fueron agregándose: las máquinas que crearon las grandes industrias funcionaban a vapor, los transportes que achicaron el mundo también se movían por combustión de carbón.

Alguna vez, a propósito del fuego y la literatura, el escritor Mario Vargas Llosa escribió: “Es preciso recordar a nuestras sociedades lo que les espera. Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Explicarles que no hay término medio: que la sociedad suprime para siempre esa facultad humana que es la creación artística y elimina de una vez por todas a ese perturbador social que es el escritor o admite la literatura en su seno y en ese caso no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de agresiones, de ironías, de sátiras, que irán de lo adjetivo a lo esencial, de lo pasajero a lo permanente, del vértice a la base de la pirámide social. Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento”.

Acaso una de las referencias más antiguas sea la del Viejo Testamento, cuando Moisés se encuentra en el Monte Horev apacentando el ganado de su suegro y de pronto se le aparece un ángel en forma de llama en medio de una zarza. Desde esa planta ardiente una voz misteriosa le transmitió el mensaje de Dios. Fascinado, Moisés quiere acercarse a esa voz, pero ella lo repele, le advierte que no se acerque porque hallaría de ese modo tierra santa. El fuego, en este relato, es sagrado, pero atemorizador.

Fueron muchas las locuras que se le atribuyeron al emperador romano Nerón. Pero una de las más excéntricas fue relatada por el historiador Tácito: en el año 64 hubo un enorme incendio en Roma, “el más grave y atroz de cuantos se produjeron por la violencia del fuego”. Algunos pobladores acusaron al mismo Nerón, al tanto de que el delirante quería levantar un palacio nuevo –que finalmente construyó, su domus aurea. Nerón estuvo contemplando el incendio desde lo alto de la torre de Mecenas, encantado, según dijo, de la hermosura de la llama, y vestido en traje de teatro cantó al mismo tiempo la toma de Troya.

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