Cultura

Oliverio Girondo, el poeta que venció a los bronces

Fue un sublime creador que, tanto en su vida como en su obra literaria, libró una batalla contra las convenciones.

No no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades. / En mí, la personalidad es una especie de furunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad”, así se autorretrató Oliverio Girondo en el poema 8 de Espantapájaros. Este poeta que, según Pablo Neruda, “tenía la certeza del cristal” fue el mayor anticuerpo contra la solemnidad generado por la poesía argentina, una carcajada levantada contra la “funeraria solemnidad de los catedráticos”, alguien que atravesó con sus versos la “impermeabilidad hipopotámica del honorable público” y contribuyó como pocos a la creación de una nueva sensibilidad y una nueva comprensión de las palabras.

La búsqueda constante de lo nuevo, el rechazo de las convenciones, el cuestionamiento de las formas poéticas cristalizadas definieron a este poeta que nació el 17 de agosto de 1891 en una casa ubicada en Lavalle 1035, en Buenos Aires.

Estudió en el Epsom College de Inglaterra y en el colegio Albert-le-Grand en Arcueil, de Francia. Se recibió de abogado, pero nunca ejerció, ya que su posición económica le permitió dedicar todas sus energías a la poesía.

Veinte poemas para ser leídos en el tranvía es el libro con el que inicia su obra poética. Primero se publicó en Francia, en 1922; luego sería editado en nuestro país. El poemario abre con este epígrafe: “Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo Sublime”, y dinamitó los cánones poéticos de la época. Se liberaba del corsé de la métrica y se zambullía como un experto nadador en las tumultuosas aguas del verso libre y la prosa poética. Representó una saludable reacción contra el huero trascendentalismo acartonado que imperaba en ciertos círculos literarios: “Hartos del poema mecedora, del poema percusión y hasta del poema ortopédico, aspiramos a una poesía desnuda, con piernas y con cabeza, con un estómago excelente y un esqueleto bien formado, y un sexo que no deje ningún lugar a dudas”.

Esa emancipación de la retórica clásica no significaba ignorancia de los recursos tradicionales ni del desdén por utilizar de manera innovadora formas históricas. Con esa audacia de combinar tradición y vanguardia, creó versos de gran popularidad, como el poema 12 de Espantapájaros, escrito en endecasílabos y valiéndose de la aliteración: “Se miran, se presienten, se desean, / se acarician, se besan, se desnudan, / se respiran, se acuestan, se olfatean, / se penetran, se chupan, se demudan, / se adormecen, despiertan, se iluminan, / se codician, se palpan, se fascinan, / se mastican, se gustan, se babean, / se confunden, se acoplan, se disgregan, / se aletargan, fallecen, se reintegran, / se distienden, se enarcan, se menean, / se retuercen, se estiran, se caldean, / se estrangulan, se aprietan, se estremecen, / se tantean, se juntan, desfallecen, / se repelen, se enervan, se apetecen, / se acometen, se enlazan, se entrechocan, / se agazapan, se apresan, se dislocan, / se perforan, se incrustan, se acribillan, / se remachan, se injertan, se atornillan, / se desmayan, reviven, resplandecen, / se contemplan, se inflaman, se enloquecen, / se derriten, se sueldan, se calcinan, / se desgarran, se muerden, se asesinan, / resucitan, se buscan, se refriegan, / se rehúyen, se evaden y se entregan”.

También cambió radicalmente la manera de hacer conocer los libros. Para promocionar una de sus obras, mandó a construir un enorme espantapájaros al que paseó por Buenos Aires en una carroza durante quince días. Oliverio pensaba que un libro es un objeto que se vende a fuerza de propaganda. Fue a su regreso de Europa en 1932 cuando editó Espantapájaros. Recuerda su esposa Norah Lange, también escritora: “El muñeco iba en una carroza coronaria, de esas que llevan las flores y van detrás del coche fúnebre”, y abunda en detalles sobre su confección: “Estaba hecho en papel maché, igual a la ilustración de tapa, tenía 2,86 metros de altura. Es el académico que íbamos a quemar en el patio de la SADE el día que celebramos las bodas de plata de la revista Martín Fierro”. La escultura todavía perdura, se exhibe habitualmente en el Museo de la Ciudad y en la Biblioteca Nacional.

Fue muy amigo de Pablo Neruda, quien se fascinó con el elegante laberinto poético de Oliverio. Juntos vivieron numerosas andanzas, desde fiestas de disfraces hasta noches interminables de mujeres y alcohol. Fue Girondo el que le enseñó a bailar el tango y lo hizo delirar a las carcajadas. Historias que el chileno, metafóricamente, plasmó de esta manera: “Y codo a codo amanecimos / rompiendo los vidrios del cielo, / subiendo las escalinatas / de palacios desmoronados, / tomando trenes que no existen, reverberando de salud / en el alba de los lecheros”. En ese poema, Neruda se despedía así de su compañero de aventuras: “De todos los muertos que amé / eres el único viviente”.

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