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José Larralde, el otro Martín Fierro

De joven hizo de todo: peón de campo, mecánico, albañil... Pero la guitarra y la cercanía de Jorge Cafrune lo convirtieron en un símbolo de la música sureña. A sus 83 años, sigue presentándose en vivo.

Su padre vino de España en 1918. Tenía 14 años, no lo acompañó nadie en el viaje. Como tantos vascos, hizo de boyero y repartía leche de casa en casa. Se fue a vivir a Huanguelén, un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires, y allí, el 22 de octubre de 1937, nació José Teodoro Larralde Saad.

Era un hogar muy pobre. Los Larralde iban por las calles del pueblo con un carrito, compraban fierro viejo, muebles descolados, cuero, objetos que trataban de revender. Dice José Larralde: “Cuando uno vive de esa manera, cree que la vida es así, además uno nace en un lugar y recién uno se da cuenta de que el mundo no es ese lugar sino cuando empieza a caminar”. Un día alguien les vendió una cocina en desuso y, de yapa, les regaló una guitarra. Ese fue su juguete preferido. Su único juguete, es cierto, pero si hubiera habido otros, igual habría preferido ese. De a poco, aprendió a tocar las notas de una milonga, y sobre esa base cantaba cosas que iba inventando y que hablaban de esa vida que llevaba. En la soledad, agarraba un papel y buscaba en las palabras dar forma a sus penas y a sus esperanzas.

Era peón de campo cuando apareció en el pueblo Jorge Cafrune. Fue entonces que la vida de José Larralde dio un vuelco. Se acercó con timidez al cantor ya consagrado y le dejó algunas cosas que había compuesto. Al poco tiempo, Cafrune las grabó en un disco. Nunca olvidará la emoción que sintió escuchar la grabación de: “Permiso dije al dentrar y al permiso me lo han dao”. Se enteró por un amigo: “Che, Cafrune te grabó un tema”. No podía creerlo, hasta que un día lo escuchó en la radio. Era el año 1964, cuando su vida era trabajar desde el amanecer hasta la noche: “Venía una sirvienta con una fuente y nos daba una papa a cada uno. Luego había una botella llena de sopa de verduras y tomábamos un trago, como quien toma vino. Luego nos pagaban con vales que había que gastar allí”. Pensó que peor que eso no podía estar y decidió probar suerte: tomó la guitarra y se echó a los caminos. Alternaba el trabajo y el vagabundeo. Si de día encontraba trabajo, de noche, lo mismo, iba a los boliches a cantar. Así fue recorriendo el país: “Conocer el país es sufrirlo, vivirlo, amarlo, y no se puede amar lo que no se conoce, lo que no se sufre. Para amar una cosa hay que sufrirla, llorarla, sangrarla”.

Es un gran coleccionista de cuchillos, pero ninguno podía competir en filo con su lengua cuando hablaba de algunos colegas, pero, con los años, su beligerancia se ha atemperado y pasa en limpio sus gratitudes. Dice que si Atahualpa Yupanqui no hubiera existido, él no estaría cantando, o cantaría otra cosa: “Él, y algún otro, fueron los que, con los payadores, trajeron los ritmos de otros tempos y abrieron el camino. Además de gran poeta, era un escarbador de la ­verdad”.

Jorge Cafrune fue su gran guía en el mundo de la música, una especie de representante honorario. Cierta vez Cafrune le dejó algunas grabaciones de Larralde a un conductor que tenía un programa de radio en La Plata. Tiempo después, lo fueron a ver a su casa en Punta Lara. El hombre estaba cortando el pasto y, cuando se lo presentaron, le dijo: “Ah, usted es el prohibido. No sabe el escándalo que tuve en la radio, me quisieron quitar el programa cuando pasé sus canciones”.

“A nadie le interesa lo que uno hace”

Grabó cerca de 25 discos. Ya no graba más: “Porque a nadie le interesa lo que uno hace. En este momento no sé quién tiene mi obra, quién la maneja, los contratos son ­leoninos y uno se tiene que aguantar con que su obra la difundan como quieran o la tiren a la basura”, dice. Pero sigue teniendo un público adicto. Trabaja en el interior, en clubes y teatros. No le gustan los festivales. Necesita conversar con la gente, explicar el porqué de cada canción, contar todas sus historias.
A la escuela solo fue hasta sexto grado: “El estudio era una cosa de lujo, lo mismo que tener una heladera”.

Pero aprendió, por las suyas, muchas cosas: “La libertad es un cuento si no se lucha por ella, no solo por las estrellas tiene luz el firmamento”. Otra: “Cada vez se agranda el buitre mientras se achica el que suda”. Y las ganas de compartir el destino de su guitarra: “Qué lindo sería saber / si mañana cuando muera / con restos de tu madera / en árbol vuelva a nacer”.

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