Cultura

Pedro Henríquez Ureña, un sabio dominicano en La Plata

“No pasa un día sin que yo lo recuerde”, decía Borges de este intelectual brillante, que durante muchos años fue profesor en el Colegio Nacional de nuestra ciudad.

Había tomado el tren en Constitución hacia La Plata, a las doce y quince del mediodía, como todos los días, para dar clases de Castellano en el Colegio Nacional. Era el 11 de mayo de 1946. Se acomodó en un asiento junto a la ventanilla. Acomodó sobre su falda un portafolio cargado de deberes. Durante la hora que duraba el viaje, habitualmente seguía corrigiendo pruebas. Un guarda le pidió el boleto, no contestó. Estaba muerto. Había nacido en Santo Domingo 62 años antes. Había sido maestro de varias generaciones de intelectuales latinoamericanos. Se llamaba Pedro Henríquez Ureña.

Tenía una inmensa cultura filológica y literaria, que le permitía pasearse con naturalidad por toda la literatura universal. Era un pedagogo nato, con el don de transmitir sus conocimientos con la misma facilidad en un café, en una conferencia o en un aula.
Ernesto Cardenal subrayó alguna vez la fascinación de Henríquez Ureña por la originalidad cultural de nuestra América y su independencia cultural de Europa. Llegó a la Argentina en 1922, invitado por la Universidad Nacional de La Plata, para dar una conferencia sobre “Utopía de América”. Dos años después se radicó en nuestro país y comenzó a dar clases en el Colegio Nacional de la ciudad.

En la capital provincial, Henríquez Ureña se hizo amigo del filósofo socialista Alejandro Korn, del escritor Ezequiel Martínez Estrada y del historiador José Luis Romero.

Ernesto Sábato, que lo conoció cuando cursaba el primer año de la secundaria, lo recuerda así: “Fue un espíritu de síntesis, que ansiaba armonizar el mundo de la razón con el de la inspiración irracional, el universo de la ciencia con el de la creación artística. Su síntesis de individuo y universo, de razón y emoción, de originalidad y tradición, de concreto y abstracto, de hombre y humanidad, es evidente en toda su obra. No era un ecléctico, era un romántico que quería el orden, un poeta que admiraba la ciencia”. En 1940, después de haber leído un artículo suyo sobre La invención de Morel –de Adolfo Bioy Casares– publicado en la revista platense Teseo, Henríquez Ureña le ofreció publicar algo en la revista Sur, de Victoria Ocampo. Cuenta Sábato en Pedro Henríquez Ureña: ensayo y antología que un día lo vio en los pasillos del Colegio Nacional, cargado de pruebas escritas por sus alumnos, y le preguntó: “Maestro, ¿por qué pierde el tiempo en eso?”. Y él le contestó: “Porque entre los alumnos puede haber un futuro escritor”.

El recuerdo de Favaloro y Borges

Otro de sus alumnos en el Colegio Nacional fue René Favaloro, quien en 1994 le dedicó un libro, Don Pedro y la educación, reconociendo que ese gran maestro ­despertó en él valores esenciales, sin los cuales poco importa su capacitación técnica o profesional, y agregaba: “Como lo estableció con claridad don Pedro Henríquez Ureña: humanismo militante con profundo contenido social en defensa de la libertad y la justicia. La educación estará permanentemente centrada en la búsqueda del hombre libre abierto a los cuatro vientos del espíritu, entendiendo que el goce de la libertad individual conlleva un compromiso social en procura de un ideal, una utopía, el ideal de justicia en busca de la magna patria, la tierra de promisión para la humanidad cansada de buscarla...”.

Jorge Luis Borges –que colaboraría con Henríquez Ureña en la Antología clásica de la literatura argentina– lo evocó así: “Yo tengo el mejor recuerdo de Pedro. Él era un hombre tímido y creo que muchos países fueron injustos con él. En España sí lo consideraban, pero como indiano, un mero caribeño. Y aquí creo que no le perdonamos el ser dominicano, el ser quizás mulato, el ser ciertamente judío –el apellido Henríquez, como el mío, es judeo-portugués–”.

Cuando Pedro Henríquez Ureña murió aquel 11 de mayo de 1946, Ezequiel Martínez Estrada, quien fue su colega en el Colegio Nacional, dijo: “Todos de alguna manera somos culpables de aquella muerte prematura. Todos estamos en deuda con él”.

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