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Un artista que supo poner al tiempo de su lado

John Berger fue novelista, pintor, ensayista, fotógrafo, crítico y guionista; un maestro de toda una generación y un hombre con un fuerte compromiso con su tiempo.

Su padre había sido oficial de infantería en el Frente Occidental durante la Primera Guerra Mundial. Él debió continuar su legado y sirvió en el ejército británico de 1944 a 1946. Durante su infancia y buena parte de su adolescencia fue una persona obediente. Pero su ojo mecánico, el que solo poseen los artistas, en constante movimiento y deconstrucción, lo liberó para siempre de la más terrible de las consecuencias de no hacerse preguntas: la inmovilidad. Y a los 16 años desertó del cómodo porvenir que le ofrecía Oxford. Después de todo, John Berger se caracterizó por eso: siendo uno de los grandes escritores del siglo XX, nunca tuvo la necesidad de hacerse gárgaras con los dones de intelectualidad que le exigía el canon literario.

Nació el 5 de noviembre de 1926 en Londres. Se inició como profesor de dibujo y crítico de arte; escribió guiones de varias películas para Alain Tanner y trabajó en el New Statesman. Fue ensayista, novelista y pintor (hasta los 30 años parecía que se iba a dedicar esencialmente a la pintura). Lo único constante en su vida fue la poesía. Alguna vez, el propio Berger intentó descifrar su recorrido. “Estoy permanentemente en movimiento. Me acerco y me alejo de los objetos. Me arrastro debajo de ellos. Me muevo junto a la boca de un caballo corriendo. Caigo y me levanto con los cuerpos que se caen y se elevan. Este soy yo, la máquina, maniobrando en los movimientos caóticos, registrando un movimiento tras otro en las combinaciones más complejas”, dijo.

Fue íntimo amigo del artista británico Henry Moore y continuó su carrera como periodista con George Orwell de editor, tal vez ese prontuario lo convertiría en un novelista del sufrimiento. Antes de publicar su primera novela, Un pintor de nuestro tiempo, Berger ya sabía que la poesía habla de su propia inmortalidad. Y trajinando con sus secretos, aprendió que si se pudiera dar un nombre a cada cosa que sucede sobrarían las historias, estarían demás.

Contó el periodista Rodolfo Braceli que cierto día Berger no tuvo la palabra necesaria para lo que imaginaba. Entonces, escribió sobre un campesino que estaba en un pajar desnudo de la cintura para arriba: “(El hombre) lloró por todo lo que no podía volver a suceder. Lloró por su madre haciendo buñuelos de patatas. Lloró por ella podando los rosales del jardín. Lloró por su padre gritando. Lloró por el trineo que tenía de niño”. Es posible, afirmó Braceli, que cuando el escritor enumeraba esos sentimientos, narrando el llanto de lucidez de ese hombre tan desoladamente solo, sin darse cuenta también él, John Berger, tejiendo esa escritura lloraba en voz alta.

Darle sentido al combate

La cineasta Isabel Coixet afirmó: “En la lucha entre la desesperación y la luz, solo la existencia de alguien como John Berger hace que el combate tenga sentido”. Considerado uno de los autores más influyentes de su generación, toda su obra literaria dejó una huella inequívocamente política, que nunca dejó de visibilizar a los desposeídos ni a los vulnerables, porque él se sintió parte de la lucha por la justicia y la dignidad. Como Pasolini, que él mismo cita en su ensayo sobre Géricault en El tamaño de una bolsa: “Tras todo lo que imaginó y pintó Géricault –desde sus caballos salvajes a los mendigos que recopiló en Londres–, uno percibe un mismo voto: me enfrentaré a la aflicción, descubriré un respeto por ella y, si es posible, encontraré su belleza”. Murió el 2 de enero de 2017, cuatro años después que Beverly Bancroft, su mujer, quien era la primera lectora de sus textos.

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