Un santo popular acusado de delincuente
Andrés Bazán Frías es un tucumano que, aun sin estampita, integra el acervo de los fervores populares por sus acciones justicieras de bandolerismo.
Suele ocurrir que ningún héroe trágico encuentre la muerte por fuera de lo que su época le da o le niega para elegir. No obstante, la carrera criminal de “El Manco” Andrés Bazán Frías tiene tantas versiones como personas que supieron de él, desde las crónicas policiales del diario El Orden y una saga folletinesca escrita por el escritor Arturo Álvarez Sosa y el historiador Carlos Páez de la Torre hasta la obra de radioteatro Bazán Frías, escrita por Álvaro Gutiérrez y que terminó siendo censurada por hacer apología del delito. Incluso, el periodista Tomás Eloy Martínez, cuando tenía 22 años, escribió su primer guion cinematográfico basado en la historia de este inigualable santo popular.
La transmisión de un legado muchas veces es discontinua, ambigua, no jerárquica. Pero cuentan que, antes de “salir de caño”, los ladrones aún se detienen un instante en la calle Mendoza al 1700, sobre uno de los paredones del Cementerio del Oeste, y se persignan. El rezo no es para San Expedito ni la Virgen de la Merced, sino para este hombre que no tiene rostro ni estampita. Sin embargo, su nombre cobró una vigencia de tal magnitud que no hay persona en Tucumán que no lo haya escuchado alguna vez. En ese lugar exacto, devenido santuario, murió el hombre y nació el mito.
En la barriada conocida como Los Siete Lotes, al sur de la ciudad de San Miguel de Tucumán, el 10 de noviembre de 1895 vio la luz Andrés Bazán Frías, hijo del policía Juan Bazán y de la ama de casa Aurora Frías. La mísera economía familiar jamás los distinguió de cualquiera de sus vecinos, quienes se ufanaban de cumplir con el mandato social de una pobreza honrada. Entre caminos de barro y terraplenes, marcado por el rumor del abandono, creció Andrés. De joven aprendió algunos oficios: fue primero yesero y después mozo de confitería, trabajo que volvió su rostro conocido entre los comensales habituales del Petit Pensión, punto neurálgico de encuentro de los artistas que salían del teatro Majestic. Por entonces, no tardó en afiliarse al sindicato, donde muchos creen que descubrió las ideas anarquistas tan en boga entre los círculos gremiales por aquellos tiempos.
En los relatos que lo instalaron como delincuente, Bazán Frías renace en la imagen de justiciero: roba a los que tienen para darles a los que no. Quienes lo frecuentaron afirmaban que le gustaba el baile y que halló en el alcohol acaso una forma de evadir la miseria que lo rodeaba. O, como dijera el escritor Exequiel Svetliza, “tal vez la pócima para avivar su rebeldía”. Según consta en los registros, su primer ingreso a una comisaría fue en los festejos previos a la Nochebuena de 1915, donde durante el interrogatorio policial fue cruelmente torturado. A partir de ese momento, cada vez que le mencionaban a la Policía, Bazán respondía con el gesto de escupir el suelo.
El 8 de octubre de 1921, El Manco Bazán y su compañero Martín Leiva corrían por su libertad. Llevaban huyendo desde la madrugada cuando, tras un robo, siete oficiales los persiguieron. Los perdieron a los tiros a casi todos, menos a uno que se hizo de un caballo en un rancho y fue por ellos. Cuentan las crónicas policiales que los oficiales los llevaban a la rastra, mientras los vecinos contemplaban a Bazán con admiración y respeto. “El infeliz que cae a nuestra cárcel francamente no vive. Allí se muere de hambre, de miseria fisiológica, de enfermedades infectocontagiosas, etcétera”: así describió Ángel Reolin, médico de la antigua cárcel penitenciaria, las condiciones de vida en el penal al que fueron a parar Bazán y Leiva. Desde ese día, El Manco empezó a urdir su fuga.
Un final trágico
No se conformaba con su propia libertad, sino que estaba dispuesto a entregar su vida para concretar una idea que lo desvelaba desde hacía años: liberar a todos los reclusos.
El 29 de septiembre de 1922 las banderas estaban a media asta porque el día anterior había muerto Brígido Terán, fundador de dos ingenios en Tucumán. Aprovechando el cambio de guardia, Bazán y Leiva lograron proveerse de dos revólveres. La pareja de bandoleros puso en práctica la segunda parte de su plan: pidieron hablar con el alcalde del presidio alegando que habían sido amenazados de muerte. Como para llegar hasta su oficina había que atravesar la puerta de salida, aprovecharon ese momento para desatar una balacera que tomó por sorpresa a los guardias. El Manco desapareció veloz, como una sombra errante.
“Hay que liberar a los presos”, insistió el 13 de enero de 1923, día en que, saltando la pared del Cementerio del Oeste, una bala le cortó el aliento.