Vivir de viaje

Se acaba de publicar un libro que reúne notas de la escritora Sara Gallardo, las cuales dan cuenta de su impenitente condición de viajera.

Sara Gallardo es autora de grandes libros como Enero, Los galgos, los galgos, Eisejuaz y La rosa en el viento. Vivir de viaje es el volumen que permite reconstruir el afán viajero de esta escritora considerada de culto.

“Contra lo que se cree, lo único que pedimos a quienes vuelven de un viaje es que se abstengan de relatos”, afirma en uno de sus textos. Contradiciéndose flagrantemente, este libro relata los muchos viajes en los que atareó su vida. Inconsecuencia que reporta un gran beneficio a los lectores porque permite tener una mirada sobre el muro de Berlín en los años en que estaba erguido: “Es una visión terrible. Bloques sobre bloques de un hormigón gris sucio coronado por alambres de púas. En algunos trozos son casas abandonadas las que sirven de muro; los bloques grises ciegan las ventanas como tierra en los ojos de un cadáver. De trecho en trecho hay alguna plataforma con escalones de madera. Los berlineses suben y miran hacia el otro lado. Es la mañana de un domingo. Solitaria sobre una de esas plataformas, veo a una mujer que saluda con un pañuelito y después se lo lleva a los ojos. Coronas de hojas marchitas, cruces señalan los sitios en que algún desconocido quiso huir y fue baleado. Y, siendo la humanidad como es, no faltan tiendas que venden postales y recuerdos de el muro”.

Cuenta que hizo el camino que va de Damasco a Jerusalén, por un desierto rosado con extrañas rocas y cuevas donde vive gente, en un taxi colectivo acompañada por una mujer gorda envuelta en telas, con un canasto del que sale un olor a frutas descompuestas y mirando por la ventanilla a los camellos y a los pastores que cuidan ovejas harapientas.

También estuvo presente en el famoso ­carnaval romano, los desfiles en Via del Corso –que dieron nombre a los corsos de todo el mundo–, y recogió las palabras de Flora Mastroianni, quien declaró que el célebre Marcello, su marido, es aburridísimo: “Es un plomo, tenerlo en casa los domingos somnoliento frente al televisor la exaspera, por eso lo manda de visita a casa de Fellini”.

Estaba en Nápoles cuando Diego Armando Maradona se sumó a ese equipo. Constató el sismo social que provocó esa llegada, y el folklore delirante que suscitó, llegando al extremo de que en las verdulerías hasta las canastas de frutas estaban pintadas de celeste. En esta crónica se manifiesta su aliento de gran narradora : “La ciudad con el índice más alto de mortalidad infantil de Europa tiende sobre el golfo una capa de seda a los pies del niño descendido del cielo”.

No solo los viajes al exterior son objeto de sus crónicas, también está Salta, con sus poetas, sus naranjos repletos de azahares, ese sol de verano capaz de partir el cráneo, y las farmacias con sus carteles: “Se hacen radiografías”, “Se vende coca”. Hay una nota dedicada al Delta del Paraná, “un lujo que si existiera en París añoraríamos, en Paquistán admiraríamos, en Brasil envidiaríamos”. Como una guía turística nos señala, en el río Carapachay, la casa “Lorelay”, de Rodolfo Walsh –comprada al colega Hellen Ferro, de cuyos tiempos se conservan unas cortinas con escenas balleneras de Moby Dick–; y, más allá, la casa de Hugo del Carril, “Ida Home”, que fuera propiedad de los Bemberg, una de las pocas islas con laguna interior artificial.

La pluma de Sara Gallardo se mueve entre América y Europa, entre el campo y la ciudad, entre la tradición y la novedad, entre lo heredado y lo elegido, llevada por el placer inaudito de viajar y movida por una certeza: “El mundo es grande, dicen los dioses, el viento sopla en otras partes, las gaviotas vuelan sobre el mar. Hay ciudades con aromas desconocidos, ruinas de mármol entre laureles, puertos, barcos exóticos, gentes distintas”.

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