Ante tanta agua, no te salva ni el Chelo

La crónica de un periodista deportivo de este medio que salió del trabajo y nunca pudo llegar a su hogar, con sorpresas de todo tipo. Marcelo Delgado, aquel delantero que fue campeón del mundo con Boca en 2000, no la pasó bien...

De alguna manera, estoy bendecido. Con trabajo, con salud y con un colega que se ofrece a acercarme en auto hasta mi departamento. “Hacé las últimas cuadras, yo hasta acá te acerqué”, me dice. 

Caminando, percato que olvidé el paraguas (ante tanto trastorno visto y oído, mojarse era nada). En plaza Irigoyen, de 60 y 19, era la gloria pensar en entrar a casa, prender una hornalla, tomar una sopa, descansar… Pero de esas cinco cuadras apenas avancé dos. Me topé con Chascomús, una laguna con oleaje, paisaje nocturno de hombres y mujeres, niños y ancianos, divagando fantasmales. Todos aislados e incomunicados. 

La noche más larga, con la espe­­­ran­za más corta, aunque las voces de un grupo de cuatro vecinos -de los vetera­nos- me daba una pista: “Si pasa justo una buena camioneta por acá y te a­rrima, podrías llegar”. 

No terminaba de oírlo que veo una 4x4 negra que detiene la marcha. Mansita, encaré al conductor, que sin problemas bajó su vidrio polarizado: “Oiga, ¿usted va a pasar?”. Su cara era una que fue tapa de revista El Gráfico. “¡Pero vos sos El Chelo Delgado!”. El campeón con Boca, radicado hoy en La Plata, donde en pocos sábados jugará gratis para el querido club For Ever. “No, no paso, no me voy a a­rriesgar, fijate que allá adelante hay otra camioneta tapada hasta la mitad”. Si Delgado no gambetea este piletón con semejante móvil, qué iba a intentar la heroica... Eran las 23.45. Y recordé la provincia de donde es o­riundo este ex delantero mortífero, Santa Fe, que hace diez años atrás sufrían lo que ahora los platenses, sufrientes todos de las propias macanas humanas. 

Pienso en Dios como consuelo, y me digo en voz alta que, si es bueno, no puede hacernos esto. Pero buenos-buenos, tipos sanos… ¿cuántos quedan? El amor genuino de una madre, tal vez, como la de un amigo que le dice a su hijo radicado en España: “No pasa nada, hijo, es como si hubiese baldeado”.

A la casa de mis parientes tampoco puedo llegar. ¿Y los amigos, esos verdaderos políticos en el arte de no dejarte a pie? No disponibles, los tres más fieles me podrían escuchar y dar cobijo, pero no tienen portero y sin luz sigo en “orsai a medianoche”. Tal vez al lado del sereno del Hospital de Niños, que tenía que cruzar hacia La Cumbre, pero en 7 y 32 se quedó dormido con la moto a esperar el alba… En un campamento que mezcla a las clases sociales, como en el fútbol, pero con un solo resultado para todos: de­rrota y ya en el descenso.