CULTURA

Al Pacino y las confesiones de un actor

Pese a la inmensa popularidad que le deparó el cine, jamás abandonó el teatro. Los Óscar, Globos de Oro y Emmy que ganó no le hicieron olvidar la esencia de su oficio.

Luego del estreno de El padri­no, Al Pacino se convirtió en un astro alrededor del cual la Paramount orbitaba con propuestas tentadoras. Sin embargo, el actor dejó Nueva York para interpretar con la Theatre Company de Boston El entrenamiento básico de Pavlo Hummel, una obra que se presentaba en un teatro de las afueras. Quienes iban a ver la obra esperando encontrar siquiera un remoto parecido con el personaje de El padrino salían desconcertados: Pavlo Hummel era un hombre que no sabía agarrar un revólver y usaba unos pantalones tres veces más grande de su medida. El lugar tenía una capacidad para 85 espectadores y carecía de todo lujo en su ornamentación. Sucede que el director de la sala había sido compañero de estudios de Al Pacino, y como el teatro estaba acosado por deudas que lo obligaban al cierre, el actor que se había consagrado con la interpretación de Michael Corleone había decidido darle una mano a su amigo: “Ningún teatro debería cerrar sus puertas. La médula del arte del actor, su verdadera expresión, está en el teatro”.

Alfredo James Pacino nació en Nueva York el 25 de abril de 1940, se crio en el Bronx, en medio de la pobreza de una familia de origen italiano –sus dos abuelos eran sicilianos–. Como su madre salía a trabajar desde muy temprano, quedaba al cuidado de su abuela, quien por temor a la violencia callejera no lo dejaba salir de la casa. Los fines de semana, su madre lo llevaba al cine. Cuando él volvía a su casa, interpretaba todos los papeles que había visto. Fantaseaba compulsivamente: “Le contaba a mis compañeros de colegio que yo era de Texas y tenía diez perros”. Le iba muy mal en clase: “Llamaban a mi mamá a cada rato, yo no quería estudiar”. Se subió a los escenarios por primera vez en los años 60 en salas del Off-Broadway. Su primer protagónico cinematográfico fue en 1971, en Pánico en Needle Park, una película en la que interpretaba a un adicto a la heroína.

Al Pacino cobra un promedio de diez millones de dólares por película, pero por su intervención en El padri­no su caché fue de 35.000 dólares, obligándolo, además, a no aceptar, por tres años, intervenir en otra película sobre la mafia. Ocurre que la Paramount no creía en un comienzo en el proyecto de Coppola y quería, en lugar de Al Pacino, a otras figuras de más renombre, como Warren Beatty o Jack Nicholson. Y esa falta de entusiasmo por la elección se le hizo patente a Al Pacino desde un primer momento: “Nunca me sentí querido, siempre sentí que tenía que ganarme mi lugar a los ojos de esa gente. Y yo no soy la clase de persona que sabe ganarse a la gente, jamás pude hacerlo, nunca me dio resultado. Yo iba ahí todos los días y sabía que a mis espaldas comentaban: ¿Quién lo conoce a este tipo?”.

Lentamente fue ganándose su lugar, volviéndose indispensable: “Yo tenía un plan para el papel, una lenta, sutil transición. Pero como filmábamos sin orden cronológico, debía saber dónde estaba parado en cada momento del camino. Me levantaba temprano, pensando en lo que me tocaba hacer ese día; y por la noche, cuando los productores veían los rushes, comentaban: ¿Qué está haciendo? ¡Eso no tiene nada que ver!. Pero yo sabía adónde iba, yo pensaba en términos de la interpretación total”.

Su compenetración con el personaje era total. Como Michael Corleone era introvertido, él no participaba de la vida social del elenco: “Brando, Bobby Duvall, Jimmy Caan se llevaban muy bien entre ellos y se divertían. Yo me mantenía al margen, no quería abandonar ni un momento el espíritu abstraído de mi personaje. Y así lo interpreté todo el tiempo, frente y fuera de cámara. Era el hijo menor, de modo que tenía que observarlo todo, y estar preparado para cuando finalmente todo recayera sobre él”.

Trabajar con emociones

Lo que más le sigue gustando del oficio de actor es “trabajar con emociones que la mayoría de la gente mantiene sepultadas. A veces los actores tienen éxito, y entonces se cansan y caen en la neurosis. Pero cuando a la noche me siento con un libro y me sirvo un trago –Laurence Olivier me dijo alguna vez que lo que más le gustaba del teatro era el trago después de la función–, recuerdo quién soy verdaderamente y lo que más amo sobre la tierra: ser actor”.

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