Cultura

El poeta argentino al que Joaquín Sabina le debe todo

Desde que encontró sus obras en una librería de la vieja Buenos Aires, el cantautor español es uno de los mayores cultores de Raúl González Tuñón.

En los años de la guerra civil, Raúl González Tuñón viajó a España para ponerse del lado de los republicanos. Allí hizo amistad con Federico García Lorca, Pablo Neruda, Rafael Alberti y Miguel Hernández –quien le dedicó un poema–. Trabajó en el diario Crítica, compartiendo redacción con Jorge Luis Borges y Roberto Arlt. Pedro Orgambide lo describió así: “Amigo de las gentes, de las mujeres amantes y del vino, una suerte de François Villon criollo, cantor de las tabernas, las grandes fiestas y duelos e insurrecciones populares”. Fue el poeta que blindó la rosa, puso gatillo a la luna, caminó la calle del agujero en la media y el que atravesó la puerta del fuego para ver la muerte en Madrid.

Joaquín Sabina dice que los versos de Raúl González Tuñón cambiaron su vida para siempre. Así lo cuenta:
“A sus diez y ocho abriles (parece que fue nunca) el abajo firmante quería ser ladrón; un respeto, nada que ver con los piojosos, santos inocentes, cacos provincianos que detenía mi padre, el comisario Florencio Pérez, en la sórdida Mágina franquista (¿entienden ahora por qué mi infancia no se parecía al prestigioso paraíso perdido del escriba adulto?). Uno, modestia aparte, apuntaba más alto: o Borges o bailable, o Al Capone o ilustre miembro de la infame turba de románticos rateros cosmopolitas que
dilapidaban su dinero
con mujeres y malandrines
en pocilgas y merenderos
en milongas y clandestinos.

Por cierto y hablando en plata ¿qué mujeres, qué dinero, qué milongas? Pocilgas y merenderos y clandestinos sí, de eso teníamos en mi calle para dar y exportar. Y aquí entra, sombreros fuera, González Tuñón, bendito sea; porque uno, en su ignorancia bautismal, ni sabe ni quiere saber cuáles son los mecanismos sutiles y misteriosos por los que un racimo de versos imborrables queda tatuado a fuego en la memoria de los veinte años como jamás, por sublime que fuera, lo haría después otro poemario. Tal vez, quiero creer que sí, fue a través del tata Cedrón, que salía en los amados libros de un tal Julio y con quien tuve el honor de emborracharme, pagando yo naturalmente, años después en la tertulia del Tato, otro cronopio argentino de Granada (donde también conocí, pero esa es otra historia, a Luis García Montero) como primero lo escuché.

Pero a lo que íbamos, rebobinando, supongo que antes de leerlo, lo disfruté cantado (avant la lettre, que diría un cursi o de la musique avant toute chose, que dirían dos) por el cuarteto Cedrón en la cara B de un disco donde Paco Ibáñez, tan insultado estos días por la sectaria manque de finesse de los filisteos de siempre, recitaba, con su conmovedora voz de cabra, a Pablo Neruda. ¿Cómo no iba a gustarme si hablaba del farolito de la calle en que nací, del balcón donde volverían a colgar sus nidos las más oscuras golondrinas, de las Magdalenas imposibles con las que nunca dormiría, de la gorra hasta las orejas, de las bufandas a cuadros, de las buenas samaritanas, del asilo de las hermanas, de las patadas en la puerta que, a media noche, me desvelarían? ¿Cómo no iba a amarlo si yo también coleccionaba tarjetas postales y quería viajar y ser feliz y, antes que nadie, sí, que nadie, estuve enamorado de Rosita? Luego llovió, diluvió sobre mojado y leí y canté y viví y rodé y bebí y olvidé y jugué y perdí y gané y aprendí a bailar el vals sin academia, pero no a silbar ni a bajarme de los coches en movimiento y mi gato Lutero se comió el canario y la virgen de plata salió puta y aquellos polvos trajeron estos lodos y cada vez que, a ratos, escampaba, allí seguían los versos de Raúl grabados para siempre en la piel del corazón de la memoria. Quién sabe cómo llegarían en el Londres post Beatle y post Mary Quant a los oídos sin tapones de los cojones del alma de aquel atónito exiliado que yo fui los versos del poeta rioplatense, tan rojo sin perder exquisitez, tan exquisito sin ponerse precio. ¿Y cómo le digo a la gente que baila boleros y no lee poesía que la culpa la tienen los que la escriben, que la culpa la tienen los que la enseñan, que la culpa la tienen los que la impostan? ¿Y cómo les digo que Raúl, que González, que Tuñón? ¿Y cómo les digo? El caso es que, cuando me pidieron rescatar del olvido un poema amado, no tuve que pensarlo. Porque le deben todo mis canciones, porque lo leen tan poco mis cofrades, porque lo ignoran mucho los poetas, porque no saben nada los que saben, porque lo quiero tanto todavía, por su muerte tan viva y tan insomne, porque me hace llorar a pleno día, por los años impíos y fugaces, por la primera piedra en tantos barrios, por mi guerra de España tan perdida, por su Rosa Blindada, porque todos somos humanos, inhumanos
fatalistas, sentimentales
inocentes como animales
y canallas como cristianos”.

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