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García Márquez canta a Brassens

El cantor francés, que hoy cumpliría 99 años, es recordado por el escritor Gabriel García Márquez.

Hijo de un albañil –que deseaba para su hijo el mismo oficio–, maltratado en la escuela –una maestra lo encerró en un ropero durante varias horas–, tempranamente rebelde a toda forma de autoridad, Georges Brassens nació el 22 de octubre de 1921, y se convertiría en uno de los mayores referentes de la canción de autor del siglo XX. Era un anarquista que quería vivir “fuera del rebaño” y que aceptaba “morir por las ideas, de acuerdo, pero de muerte lenta”.

Dijo Gabriel García Márquez: “Georges Brassens carecía por completo de instinto gregario. Llevaba una vida tan reservada que todo lo que tenía que ver con él andaba confundido con la leyenda, y uno se preguntaba si de veras existía. Nadie sabe cómo lo convenció René Clair de que actuara en una película, y él lo hizo muy mal, abrumado por la vergüenza de ser el centro de la atención; pero en cambio cantó una ristra de canciones que se quedaban resonando en el corazón”.

El escritor colombiano lo vio una sola vez en persona, cuando Brassens hizo su primera presentación en el Olympia de París. Y ese fue uno de sus recuerdos irremediables: “Apareció por entre las bambalinas como si no fuera la estrella de la noche, sino un tramoyista extraviado, con sus enormes bigotes de turco, su pelo alborotado y unos zapatos deplorables, como los que usaba su padre para pegar ladrillos. Era un oso tierno, con los ojos más tristes que he visto nunca y un instinto poético que no se detenía ante nada”.

París hubiera sido distinto sin las canciones de Georges Brassens, sería como imaginarlo sin los parques públicos, las parejas de enamorados, los subterráneos o sus cafés. García Márquez rememoraba cómo las canciones de Brassens estaban entretejidas al aire de Francia: “Una noche, a la salida de un cine, una patrulla de policías me atropelló en la calle, me escupieron la cara y me metieron a golpes dentro de una camioneta blindada. Estaba llena de argelinos taciturnos, recogidos a golpes y también escupidos en los cafetines del barrio. También ellos, como los agentes que nos habían arrestado, creyeron que yo era argelino. De modo que pasamos la noche juntos, embutidos como sardinas en una jaula de la comisaría más cercana, mientras los policías hablaban de sus hijos y comían barras de pan ensopadas en vino. Los argelinos y yo, para amargarles la fiesta, estuvimos toda la noche en vela, cantando las canciones de ­Brassens contra los desmanes de la fuerza pública”.

La canción de Brassens preferida por el Gabo era El testamento, con la que el francés se despedía sin rencor del mundo, camino a la fosa común del tiempo y del olvido.

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