Kevin Johansen: “El argentino tiene una cultura general más elevada que el norteamericano”

Antes de su presentación en la ciudad, el músico, que nació en Alaska y se nacionalizó argentino, recordó cuando le decían “yanqui, ¡go home!”. En una charla íntima, comparó ambos países, recorrió su carrera y opinó de todo: la corrupción, Donald Trumpy el conflicto mapuche 

Ecléctico: que trata de reunir, procurando conciliarlos, valores, ideas y tendencias de sistemas diversos”, según el diccionario. No hay palabra que defina mejor a Kevin Johansen  y su música, en la que se expresan todos los sonidos y colores de nuestra América. 

El músico nació en Alaska y se instaló en nuestras Pampas, a las que los norteamericanos llaman, desde su perspectiva, “el fin del mundo”. Vivió en Nueva York, Houston, San Francisco y Montevideo, pero es más porteño que el dulce de leche. Los viajes y sus innumerables experiencias no le quitaron la sencillez; parece un tipo de barrio, pero no lo es. Recorrió el mundo y mañana a las 21 llegará a nuestra ciudad para presentar, en 43 entre 7 y 8, su último disco, Mis Américas, show que repetirá el sábado en el mismo horario.

Relajado y divertido como siempre, charló de todo con este medio. Dijo que “quien no hace la música que quiere se corrompe”, y que “la corrupción nos toca a todos”. Habló de la involución de la especie, recordó cuando iba a ver a Spinetta con su primera novia, a los 18 años, y contó sus próximos proyectos.

—¿Cómo preparás el show en La Plata?

—El show está atravesado por el último disco, Mis Américas, y vamos mechando con canciones que el público ya conoce, teniendo en cuenta que el sitio donde tocaremos es propicio para que los espectadores tomen algo y se muevan. Es un lugar relajado para noso­tros y para la gente. Nos sentimos interpelados por el público platense. Siempre responde y conecta. 

—Sos un hombre de mundo, muy viajado. ¿Qué te pasa cuando vas al interior?

—Es muy lindo, porque uno conecta con el país. Sucede que en el interior la gente es más tímida, entonces uno arenga para que se suban al escenario. Nada que ver con lo que pasa en La Plata: el platense es muy fogoso. Uno aprende en todos lados, y cuando viajás por el país es como estar en casita, te comunicás mucho más fácil con el público. 

—En  Twitter te describís con esta frase de Spinetta: “Y deberás amar; amar, amar hasta morir”. ¿Por qué?

—Me gusta esa frase. En la adolescencia escuché mucho rock nacional, El Flaco estuvo muy presente cuando yo tenía 18 años y estaba con mi primera novia. Fue un momento importante de mi vida, fundacional. Por eso Spinetta es omnipresente, es una influencia ineludible. Fui a ver a Obras el recital que compartió Serú Girán con Spinetta Jade y eso me marcó. Llegué a ver muchas cosas ricas de nuestro rock y es imposible no estar influenciado con esa libertad de decir las cosas.

—Tocaste con Lisandro Aristimuño, Lila Downs, Natalia Lafourcade y muchos otros. ¿Qué artista te sorprendió a la hora de trabajar juntos?

—Me sorprenden y los admiro a todos ellos. En este disco me tocó compartir con Ricardo Mollo y Palito Ortega, pero también he trabajado con “El Negro” Rubén Rada y con León Gieco, y siempre es muy lindo ver cómo ellos se aproximan al estudio, cómo se manejan para relajar a los demás. Es un aprendizaje compartir eso con alguien. Además, uno pega onda y esa parte es linda: lo humano, poder tomarte un vinito con alguien que apreciás, invitarlo a un asado.

—Tu música es una constante búsqueda de las raíces, personales y musicales. Hoy hay un conflicto de la comunidad mapuche en el sur que nos obliga a pensar nuestras raíces como país. ¿Qué opinión te merece lo que está pasando?

—Me parece válida la lucha, y no creo en las armas como elemento de persecución. Hoy, como muchos, siento tristeza por la desaparición de Santiago Maldonado, por que sigan ocurriendo estas cosas en un país que ya tiene una historia muy difícil, muy oscura con la desaparición de personas. Estamos en 2017 y te da la sensación de que esto ya no debería ocurrir nunca más, pero sigue ocurriendo. Espero que se esclarezca, que se sepa qué fue lo que sucedió. 

—Te reís mucho, pero has dicho que el humor es tristeza disfrazada. ¿Qué cosas te causan tristeza o te hacen llorar? 

—La pequeñez humana, cuando la gente peca de no ser generosa, cuando se es de algún modo corrupto. La corrupción nos toca a todos, incluso como lo dijo Charly García: un músico que no hace la música que quiere también es corrupto, porque se está corrompiendo, está haciendo algo que no quiere por dinero. Es algo que tiene que ver, en primer lugar, con los políticos, porque hay más dinero en juego y están expuestos, pero pequeñeces hay en todos lados. Eso me da tristeza, porque uno supone que hay una evolución de la especie, pero parece que hay una involución, con Donald Trump y el líder norcoreano a la cabeza. 

—Sos un poco norteamericano y un poco argentino. ¿Se parecen en algo ambas nacionalidades? ¿En qué no tienen nada que ver?

—Observo que el argentino tiene una cultura general más elevada que el norteamericano. Está consciente de dónde está inserto en el mundo. Como alguna vez dijo Fito Páez, tenemos ventaja porque escuchamos a Thelonious Monk y a Piazzolla, el jazz y lo nuestro. En cambio, ellos escuchan solo lo de ellos, que es muy rico, pero a veces ignoran lo que sucede fuera de su país. Se miran mucho el ombligo. Los argentinos, al contrario, tenemos esa cultura de sentirnos en el culo del mundo, siempre hemos tenido más conexión con el afuera, o por lo menos más curiosidad, y eso nos enriquece al compararnos con ellos. Después, obviamente, tenemos cosas muy parecidas. 

—Del antiimperialismo a las “relaciones carnales”, los argentinos siempre tuvimos una experiencia de amor-odio con Estados Unidos. ¿Cómo lo viviste vos? ¿Alguna vez te dijeron “gringo imperialista”?

—(Risas) Cuando llegué a la Argentina, a los 11 años, conocí la ambigüedad que se tiene con el yanqui, porque yo era un gringuito y algunos pibes me decían: “¡Qué bueno! ¿Fuiste a Disneylandia?”. Y se maravillaban con mis zapatillas y ese tipo de cosas que a mí no me importaban. Y otros pasaban y me decían “yanqui, ¡go home!”. Siempre conocí esa dualidad, eso de “ser el otro”. 

Me acuerdo de cuando mi vieja consiguió un trabajo en Montevideo, a mis 12 o 13 años, y me daba vergüenza decir que era de Alaska, de EE. UU. Entonces no tuve mejor idea que decirle a los botijas con los que jugaba al fútbol que yo era de Buenos Aires, que era porteño. ¡Error! Me trataban bien, pero no fue una buena decisión. Entonces, a una edad muy temprana se alimentó en mí la necesidad de sentir empatía con el otro. Fueron aprendizajes muy positivos para mí como persona. 

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