Un artista para siempre: a diez años de la muerte de Leonardo Favio

Marcando un antes y un después, hace una década nos dejaba una de las figuras del arte popular más importantes, desmesuradas y osadas de la historia argentina.

En la cultura argentina hay un antes y un después de él. No hay medias tintas. Es decir, marcó a fuego la sensibilidad de este país. Su nombre está inscripto a fuego, tallado en piedra, en mármol.

Nació en 1938 en Luján de Cuyo, Mendoza, su nombre de pila fue Fuaf Jorge Jury pero para todos y para siempre fue Leonardo Favio. Se crió un poco en la calle, un poco en la orfandad, otro poco en institutos de menores. Eran carne y uña con su hermano, Jorge Zuahir Jury, escritor y guionista de muchos de sus filmes.

Llegó de jovencito a Buenos Aires y se vislumbró con la ciudad, con sus personajes, con el habla. Se hizo amigo de celebridades –por ejemplo, Aníbal Troilo– y de perfectos desconocidos. Aunque siempre le engordaba el corazón pensar en su Mendoza natal, en aquellos cielos, aquellas calles de tierra, en los perros que lo acompañaron, en los amigos que habían quedado allá; como por ejemplo, el Negro ­Cacerola.

Su primera incursión en el cine fue de la mano de Leopoldo Torre Nilson, suerte de padrino artístico. Así actuó en películas memorables como El secuestrador (1958), La casa del ángel (1960), Fin de fiesta (1961). En 1960 debutó como director con el cortometraje El amigo.

Su filmografía comenzó en 1965 con Crónica de un niño solo. Esa primera trilogía extraordinaria en blanco y negro se completa con Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más, de 1967, y El dependiente, de 1969. De esta última, por ejemplo, cómo olvidar a Graciela Borges en el papel de la señorita Plasini, Walter Vidarte como el ferretero, el señor Fernández, y la madre de Plasini en manos de Nora Cullen. Sobre ella Favio dijo: “Nunca supe si era una actriz o una prolongación de mí mismo. Hay actores que están tan metidos en vos que están construyendo tu obra”. La década siguiente le siguieron Juan Moreira en 1973, Nazareno Cruz y el lobo (1975) y Soñar, soñar en 1976. Ya era, para esa época, un cantor popular, masivo. Esas películas de Moreira y Nazareno son hitos en la historia del cine argentino –y mundial. Es el ingreso de Favio en la Historia.

El crítico Diego Lerer escribió: “Se trata de dos de los mayores éxitos de la historia del cine argentino, pero son películas que no funcionan desde ninguna fórmula, ni siquiera las de su época. Son películas que buscan en la historia del país y en sus mitos nacionales algunas ideas y respuestas de ese complejo presente que lo atravesaba”. El artista encontró en dos mitos populares la manera de narrar algo de la historia del país cuando las papas quemaban.

Alfredo Alcón manifestó: “¿Sabés qué logró Favio con esta película? (Nazareno Cruz) Poner las cosas en su lugar. Porque la gente, que reventó las boleterías, compró algo que no estaba incluido en el precio de la entrada y que últimamente no se daba en el cine argentino: fantasía”. Quizás para comprender aún más: con sus películas de 1973 y 1975 llevó más de seis millones de espectadores al cine. Una sencilla razón: lo hermoso de su contar popular. Nazareno fue durante treinta y nueve años la película más vista de la historia del cine argentino. Cómo olvidar algunas de esas escenas. O todas. La estampa de Rodolfo Bebán en Moreira y la de Juan José Camero en Nazareno. La partida de truco entre Moreira y la muerte. La escena de la cueva en Nazareno. Eso es full Favio.

Ya era, para esa época, un peronista acérrimo. Llegó a encontrarse con Perón en su exilio español. De hecho, fue uno de los encargados de conducir el acto del regreso en 1973, en Ezeiza. Él estaba en ese palco cuando se desató la masacre. “Me hice peronista por intuición. Cuando era pequeño estaba en una pobreza infinita y de golpe comienza la felicidad. Voy avivándome de cosas. Cuando llega una máquina de coser. Es una intuición que se va acercando a través de hechos concretos”, definió alguna vez. En 1999 realizaría el documental Perón, sinfonía del sentimiento: su propia oda al movimiento político. Claro que el autor de un cine excesivo y desmesurado iba a querer contar, a su modo, el exceso y la desmesura en la política y la historia argentina: el peronismo.

Después de Soñar, soñar en 1976 dejó de filmar por diecisiete años. Marchó al exilio durante la dictadura cívico-militar. Vivió en distintas latitudes del continente pero so­bre todo vivió en sus canciones. Fue un cantor tremendamente popular y masivo. Vendió millones de discos. Millones. La balada, durante esos años, fue una especie de patria. Ella ya me olvidó, Fuiste mía un verano, por citar apenas dos de sus canciones que no están en los discos, sino que ya pertenecen al viento. En Acordate de olvidarme escribió: “Acordate de olvidarme, yo te lo pi­do, que una bala me espera en cualquier sitio/En el ojal de sangre de mi camisa/La flor que yo te dejo no se marchita, su raíz tendrá plomo, por tallo un grito y el cielo de tus ojos pondrá el rocío/Búscame en cualquier diario, lee entre líneas, tendré un arma en la mano y una sonrisa, que la muerte a esta altura me causa risa”. No se puede agregar más nada a eso. Solo volver a leerlo, a cantarlo. El sociólogo Pablo ­Alabarces lo expresó: “Sus canciones no parecen hablar del dolor: son el dolor”.

Una vez le preguntaron, por ejemplo, cómo había filmado esos amaneceres espectaculares que aparecen en sus películas. La ­respuesta es de una belleza enloquecedora. “Esperándolos”, contestó, apenas.

Supo decir, también, cuando le preguntaron si desde chico soñaba con ser cantante: “No, mi amor... Yo estaba indeciso entre ser ladrón de autos, ladrón de bancos, tragasables, saltimbanqui, o lo que fuera con tal de no trabajar”. Esas declaraciones pertenecen al libro Pasen y vean. La vida de Favio, de Adria­na Schettini. Un trabajo exquisito que reúne una serie de largas entrevistas y que funciona, casi, como una autobiografía oral. El propio artista contándose a través a de las inquietudes de la autora.

Él mismo explicó: “El cine es como el amor: si te atrapa, no hay manera de escapar. Uno se empecina hasta volverse muchas veces desgraciado. Por eso creo que el cineasta es una víctima del arte que eligió”.

Hace unas semanas Pablo Alabarces escribió un breve y recomendable ensayo alrededor de Favio: “Gonzalo Aguilar dice que las películas de Favio no sólo se recuerdan, sino que no se pueden olvidar”.

Su oído absoluto no era el de la notación musical. La escucha total la tenía en el sentir, el hablar, el andar popular. En los personajes trágicos, divinos, pillos, fugados de la historia: ahí está Polin y Moreira y también Nazareno y la señorita Plasini y Gatica y el Aniceto. Personajes que, como bien indicó Graciela Borges: “Favio siempre cubrió con un manto de piedad”. Su regreso al cine fue con Gatica, el Mono en 1993. Pero en realidad él cuenta otra cosa: el drama nacional. Lo nominaron al Oscar pero se bajó en reclamo por las ventajas de distribución de películas extranjeras en el país.

En 2008 volvió a filmar Aniceto, esta vez en formato de drama musical y estallado en colores. Dicen que en sus últimos días solía recitar por teléfono un poema de Fernando Pessoa: “Quien quiera escribir mi biografía tiene solo dos fechas/la de mi nacimiento y la de mi muerte/En medio de ellas, todos los días fueron míos”.

Quién sabe si es cierto. No importa: es un mito que está a la altura de su belleza, de su ternura. Hay que elegir creer. Un artista para siempre, con este sol.

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