cultura

Alfonsina Storni: cuando el feminismo es poesía

No quiso espiar la vida por entre los barrotes y se adelantó a la mayoría de las mujeres de su época. Fue una existencia llena de desafíos y con un final trágico.

Tres de los mayores símbolos argentinos no nacieron en nuestro país: Carlos Gardel (Francia), Julio Cortázar (Bélgica) y Alfonsina Storni (Suiza). Alfonsina –al igual que Eva Duarte de Perón, se la suele llamar por el nombre, como si se tratara de un pariente cercano– nació en Capriasca, el 29 de mayo de 1892, y a los cuatro años fue radicada en nuestro país. La primera parte de su niñez la pasó en San Juan, hay un recuerdo de esos años que no se le borraría en la vida: “Estoy en San Juan, tengo cuatro años; me veo colorada, redonda, chatilla y fea. Sentada en el umbral de mi casa, muevo los labios como leyendo un libro que tengo en la mano y espío con el rabo del ojo el efecto que causo en el transeúnte. Unos primos me avergüenzan gritándome que tengo el libro al revés y corro a llorar detrás de la puerta”.

El siguiente lugar sería Rosario, donde su madre fundó una escuela domiciliaria y su padre armó un café en la zona de la estación. Recién a los 19 años se instaló en Buenos Aires. Llegaba con antecedentes de actriz y de maestra, pero su gran vocación era escribir. Se estableció en una pensión, y al año siguiente fue madre soltera. No fue fácil sobrevivir a la estrechez económica y al cerco de los prejuicios. Trabajó en lo que pudo: cajera en una farmacia, clases particulares, y periodista en la revista Caras y Caretas.

En 1916 publicó La inquietud del rosal, un libro que fue tachado de inmoral y silenciado por la crítica de la época. Le tocó vivir en un tiempo en que se creía que a la mujer que pensaba se le secaban los ovarios, y en el masculino reino de la literatura, una mujer que se asumiera poeta era casi una contradicción en los términos. El poeta mexicano Ama­do Nervo, por entonces embajador de México, le dio un fuerte espaldarazo, y se hizo amiga de Ma­nuel Ugarte y José Ingenieros, quienes con su trato le dieron carta de ciudadanía en el mundillo literario porteño. Entre los escasos regalos de la suerte, ella contaba su romance con Horacio Quiroga.

Con su libro Languidez, de 1920, que le permitió alzarse con el Primer Premio Municipal y el Segundo Premio Nacional, ganó la batalla del reconocimiento público. La célebre revista Nosotros hizo una encuesta en 1923 sobre los tres escritores más respetados de Argentina, y uno de los nombres más mencionados resultó ser el de Alfonsina.

En 1938, el Ministerio de Instrucción Pública del Uruguay organizó un encuentro público entre Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni. La escritora argentina escribió su discurso sobre la valija que sostenía sus piernas en el viaje que la llevaba a Montevideo, según recordó su nieto, Guillermo Storni. La poeta chilena, que siete años después ganaría el Premio Nobel, describía así a Alfonsina: “La piel rosada, pequeña de estatura, muy ágil y con el gesto, la manera y toda ella, jaspeada (valga la expresión) de inteligencia”.

En su último poema, Voy a dormir, pide sábanas terrosas, una lámpara a la cabecera y cualquier constelación –“la que te guste, todas son buenas”–. Y deja un encargo, por si llamaba él: “Que no insista, que he salido”. No sabemos si él llamó, pero nosotros sí insistimos. Una y otra vez, insistimos. Volvemos a sus poemas, a la valentía de un feminismo pionero que recién ahora está dando los frutos por ella soñados. Sabemos que aquel 25 de octubre de 1938 se metió en las aguas de la playa La Perla, pero lo que ha dejado es tan grande como el mar que se la tragó. Como dijo el escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano: “Desde entonces escribe poemas que hablan del abrazo de la mar y de la casa que la espera allá en el fondo de la avenida de las madréporas”.

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