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Bertrand Russell el sabio que fue preso por sus ideas políticas

Fue uno de los grandes físicos y matemáticos del siglo XX, pero también Premio Nobel de Literatura. Conoció la cárcel por defender sus convicciones con el cuerpo.

Bertrand Arthur William Russell, tercer conde de Russell, nació el 18 de mayo de 1872 en Gales. Era un pura sangre de la aristocracia británica. Nieto de Lord John Russell, quien fue dos veces primer ministro. A los seis años quedó huérfano, el mismo año en que su única hermana murió de difteria. Los libros fueron su familia

de adopción. Leía ininterrumpidamente salteándose a veces las comidas. A los 18 años comenzó sus estudios matemáticos en Cambridge, universidad con la que estableció un vínculo que se prolongaría en el regreso a esas aulas como profesor de Filosofía. Ni siquiera cuando comenzó a dar clases en Harvard y Oxford se quebró su fidelidad hacia esa casa de estudios donde inició una muy frondosa producción intelectual.

Dijo que su vida “fue tajantemente dividida en dos períodos por el estallido de la Primera Guerra Mundial”. Para entonces, Bertrand Russell ya era un filósofo célebre y su palabra tenía alcance público. Escribió artículos periodísticos pronunciándose contra la entrada de su país en esa conflagración internacional, pues suponía que esta sería una larga pesadilla de dolor y terror que desembocaría, inevitablemente, en un desastroso descenso de nivel en la civilización, un aumento de la opresión y la pobreza y un retroceso general en los ideales de la humanidad por construir.

Sus ideas políticas eran consideradas “extremistas” y de indudable cuño socialista. Su prestigio académico de resonancia mundial no impidió que por organizar manifestaciones callejeras contra la guerra fuera puesto en prisión. En esos cuatro meses y medio de cárcel escribió Principios matemáticos, un libro que sostiene que los números son “clases de clases” y cuyas “paradojas” fueron motivo de estudio en todas las facultades de Ciencias Exactas.

Creía que el Homo sapiens –“como con cierta arrogancia se llama a sí mismo”– es la más interesante, y también la más irritante, de las especies animales de nuestro planeta. Pero las guerras, con la creciente sofisticación de los armamentos, podría acabar definitivamente con la aventura humana. Por eso, una de sus mayores preocupaciones fue la abolición de la guerra: “De lo contrario, el hombre desaparecerá, y quizá el planeta será más feliz sin nosotros, aunque no quepa esperar que compartamos esta opinión. Morir por una causa es algo noble si la causa es buena y si esa muerte sirve para hacerla triunfar. Cuando es casi seguro que dicha muerte no servirá para eso, el acto no es más que una demostración de fanatismo”. El gran dilema ideológico no era ser comunista o anticomunista, el problema primero era la guerra: “Hay quienes afirman que preferirían que nuestra especie se extinguiera antes de que triunfara el comunismo, o a la inversa, antes de que triunfara el anticomunismo. Suponiendo que el comunismo sea tan malo como afirman sus peores enemigos, subsiste la posibilidad de que mejore en el curso de las generaciones. Suponiendo que el anticomunismo sea tan malo como piensan los comunistas más extremos, cabe aplicar el mismo argumento. Mientras siga habiendo hombres, la situación puede mejorar; sobre un mundo de cadáveres, es imposible construir tanto el comunismo como el anticomunismo”.

Tenía un fondo anarquista irreductible que lo llevaba a enfrentar cualquier forma de poder, porque el poder lleva a un sentimiento de superioridad de los individuos: “El ansia de poder es, quizá, un motivo aún más fuerte que el miedo para que las naciones cedan a la tentación de adoptar actitudes irracionales. Aunque la jactancia de los individuos se considere un signo de mala educación, la jactancia de las naciones es objeto de admiración por parte de los compatriotas de quienes la manifiestan”.

Russell dedicó sus 97 años de vida a enfrentar esa insensatez humana, que no es algo impuesto por las condiciones naturales, sino un mal que hunde sus raíces en una crueldad y una superstición ancestrales, propias quizá para la existencia de las hordas salvajes de épocas remotas, pero que en nuestra época solo pueden destruir la vida misma.

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