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Carlos Alonso, un maestro que eligió pintar lo que pocos quieren ver

Es uno de los mayores pintores argentinos de todos los tiempos. Tiene 93 años, y desde su retiro en un pueblito de Córdoba sigue ejerciendo su magisterio

Nació en Tunuyán, a cien kilómetros al sur de la ciudad de Mendoza, el 4 de febrero de 1929. Según su madre, ya dibujaba antes de aprender a leer. Tenía una compulsión gráfica que se manifestaba en hora de clase de todas las materias. El resultado de su desatención en el aula tuvo su premio: la dirección del colegio decidió hacer una exposición de sus dibujos en el hall de entrada.

A los 14 años, Carlos Alonso entró en la Academia de Bellas Artes de la Universidad de Cuyo. Su vida estaría signada por viajes muy significativos. El primero de ellos fue a Tucumán, para estudiar con el gran pintor Lino Enea Spilimbergo. Fue entonces que tomó la decisión de vivir de la pintura. Mendoza no se lo permitía. Buenos Aires sí tenía un mercado, falso tal vez, pero que estimulaba la necesidad de producir.

A los 24 años expuso en la galería Viau de la ciudad de Buenos Aires, donde pudo vender los cuadros necesarios para viajar a Europa. En el Museo del Prado, de Madrid, vio los cuadros de Diego Velázquez y sintió: “Ni aunque viva mil años voy a pintar así”. La sabiduría plástica del pintor sevillano lo llevó a trabajar en un mayor nivel de resolución de la imagen y la forma. Pero el pintor que más lo incitó a emularlo fue Van Gogh. Cuando vio los cuadros del pintor impresionista holandés sintió que eso podía hacerlo, porque era el que más había avanzado sobre la cotidianidad: “Por eso creo que es el pintor más conocido del mundo. Bajó temáticamente. Hizo lo que el pop art: pintó sus zapatos, pintó su cama, pintó su silla, pintó su pipa. Le abrió los ojos a cuanto pintor lo ha visto así, ha sentido lo mismo, ha sentido que era una pintura cercana, y que la podía hacer un hombre común”.

Seleccionó para pintar los temas más duros, que parecían no interesar a nadie más que a él. Cuando estaba en la Academia, salía los domingos a pintar paisajes, y un día, volviendo de los cerros de Mendoza, encontró un zorro que estaba como momificado. Habían quedado los huesos con la piel seca, parecía de bronce. A Carlos Alonso le encantó. Lo llevó al taller y lo pintó. Lo trataron de loco. Tenía un compañero a quien la poliomielitis había dejado contrahecho. Tenía el cuerpo proporcionalmente más chico que la cabeza. Carlos Alonso lo retrató en un óleo. Lo trataron de despiadado. Para él era una manera de acercarse a lo amado.

Cuando regresó al país, en lugar de pavonearse en las galerías artísticas de la metrópoli, decidió radicarse durante un año en Santiago del Estero, quería ver de cerca las consecuencias de la miseria de una sociedad injusta, para poner su arte al servicio de las ideas que permitieran una transformación profunda de esa realidad: “Creo que un artista tiene un grado de responsabilidad con la comunidad a la que pertenece. Elegí reflejar lo que pasaba en situaciones de emergencia, en situaciones de pobreza, en situaciones que no correspondían a la capacidad, la posibilidad, la imagen o el deseo que uno tenía de su propio país”.

Una de las tantas obras reconocidas de Alonso

Este pintor de 93 años tiene el curioso mérito de mantener intactas sus convicciones, no haber flaqueado ni aun después de recibir los más duros reveses. El 30 de julio de 1977, su hija Paloma fue secuestrada y desaparecida por un comando militar. Era maestra jardinera y alfabetizadora por la Campaña de Reactivación de la Educación de Adultos para la Reconstrucción (Crear). Dijo Carlos Alonso sobre ella: “Heredamos de Paloma y su generación esa pasión cargada de ideales y valor para enfrentar la dura realidad del país”.

En la actualidad vive en Unquillo, Córdoba, al lado de la casa museo dedicada a Lino Enea Spilimbergo. Una vivienda sombreada por una muy tupida vegetación, en la que el silencio es apenas interrumpido por los ladridos de Barack, un perro mestizo con ínfulas de lobo. Buena parte de esa casa está ocupada por el taller en el que el maestro sigue buscando en el lienzo la emoción que termine de expresarlo.

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