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Cómo se reciclaron los nazis

Al cabo de la Segunda Guerra Mundial muchos de los jerarcas del régimen de Hitler pasaron a ser piezas de la CIA y de la KGB.

Durante la guerra fría, tanto la KGB como la CIA enrolaron a centenares de antiguos miembros de las SS con suficientes crímenes encima como para haberlos llevados al cadalso. Desde entonces, el nazismo no solo ha sobrevivido con relativa buena salud al repudio universal que sufrió tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, sino que volvió a convertirse en una fuerza política y social del nuevo milenio. Entre esos agentes “reciclados” se encontraba un personaje que resultará clave en el desarrollo de la historia del neofascismo: el coronel Otto Skorzeny.

El coronel era un hombre de acción, audaz y entrenado a la perfección. Su carrera en el partido nazi fue meteórica y en 1938 ya era miembro tanto de las SS como de la Gestapo; comenzada la guerra, se enlistó en las

Waffen–SS (el cuerpo de combate de la elite nazi). El punto culminante de su celebridad lo obtuvo con el rescate de Benito Mussolini durante una arriesgada operación de comandos. Fue quien llevó adelante la ofensiva en el frente de las Ardenas, ganándose con esta operación el título de “el hombre más peligroso de Europa”. En las postrimerías de la guerra, Skorzeny formaba parte de un selecto grupo de jerarcas nazis encargados de diseñar una estrategia para perpetuar el “Reich de los 1.000 años” a pesar de la previsible catástrofe que se avecinaba.

Tras la derrota de Alemania, pronto este grupo de jerarcas advirtió que lo mejor que podían hacer era explotar las diferencias y la desconfianza que existían entre Estados Unidos y la Unión Soviética. En febrero de 1945 tuvo lugar la cumbre de Yalta, donde los líderes aliados se reunieron para decidir cómo se repartirían el mundo tras el final de la contienda. Los estrategas nazis supieron aprovechar perfectamente esa circunstancia para asegurar su propia supervivencia, mientras los soviéticos y los norteamericanos se entregaban al saqueo de los despojos del nazismo en Alemania.

En ese contexto, el general Reinhard Gehlen, uno de los colaboradores más cercanos de Skorzeny, hizo a los estadounidenses una oferta difícil de rechazar: los servicios de inteligencia del III Reich habían implantado una vasta red de espionaje que abarcaba prácticamente la totalidad de la Unión Soviética. A pesar de la derrota, esa red permanecía virtualmente intacta y a la espera de órdenes. Lo que Gehlen proponía a los norteamericanos era apoderarse de esa herramienta sin contraprestaciones; de modo que el viejo general manipulaba los resortes mentales de los oficiales estadounidenses con la maestría de un concertista de piano. Un observador externo que hubiera contemplado aquellas conversaciones jamás habría imaginado que Gehlen era un prisionero que estaba a un paso de ser juzgado por crímenes de guerra que lo podrían haber conducido al cadalso.

Decenas de ingenieros, científicos y oficiales de inteligencia, que habían hecho méritos para sentarse en el banquillo de Nuremberg, fueron exportados directamente a los Estados Unidos, donde pudieron disfrutar del “american way of life”. Asimismo, viendo el cariz que estaban tomando las cosas, los soviéticos decidieron no quedarse atrás y formaron su propia red de espionaje integrada por veteranos de las SS –convenientemente “desnazificados”– a los que pusieron como nombre en clave “Theo”, mientras se ponía en funcionamiento la red de ayuda a los antiguos SS bautizada “Odessa”.

A pesar de encontrarse en poder de los norteamericanos, Otto Skorzeny –ya en libertad y bajo la fachada de un honrado importador de equipamiento industrial, y que además tenía facilidades para desplazarse por toda Europa sin ser molestado– tomó como cuartel general el conocido restaurante madrileño Horcher. Durante esa época, pasaron todos los nazis que hacían escala en España antes de incorporarse en sus exilios sudamericanos. El propietario del establecimiento, Otto Horcher, fue en su momento el restaurador favorito del mariscal Goring, trasladándose a Madrid en 1944, una época en que según el corresponsal del New York Times: “Los agentes secretos abundan en tal profusión en los grandes hoteles madrileños que es imposible no reparar en ellos”.

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