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Cuando la historia argentina se jugó en la ciudad de La Plata

La revolución del Parque, llevada adelante por la entonces Unión Cívica, tuvo a nuestra ciudad como uno de sus epicentros.

En la última década del siglo XIX había en la ciudad de La Plata un clima de rebelión y desconcierto. La revolución de 1890, proclamada por Leandro N. Alem, había dejado grandes sedimentos en la sensibilidad de las multitudes. La mañana del 4 de agosto de 1890, los platenses se levantaron con ánimo inusitado. Al anochecer, ya el caos reinaba en la ciudad. El viejo pago de los Arroyos, Dolores, Chascomús, Santos Lugares, Temperley y nuestra ciudad eran los rincones dispuestos a presentar batalla.

En pocas horas, hubo varias renuncias sucesivas, que trajeron como resultado que el gobernador Julio A. Costa delegó el mando en Salvador María del Carril. El 7 de agosto, del Carril renunció y quedó la provincia en manos del vicepresidente del Estado, Guillermo Doll. Lo cierto es que Doll también tenía los días contados. Al día siguiente, recibió una intimación de Adolfo Moutier, en nombre de la junta de Temperley. El primer mandatario provincial sabía que no podía resistir, y no lo hizo. Aristóbulo del Valle, al mando de dos batallones de línea, entró en nuestra ciudad, ocupándola y desarmando y desarmó a quienes la defendían. Era el fin de la epopeya cívica platense.

En ese contexto, las fuerzas militares sublevadas dirigidas por el general Manuel J. Campos, tomaron el Parque de Artillería, en la actual Plaza Lavalle, mientras se levantaba en armas también un sector de la Marina. Pronto el gobierno logró controlar la situación y las fuerzas leales, comandadas por el ministro de Guerra, general Levalle, Carlos Pellegrini y Roque Sáenz Peña obtuvieron la rendición de los rebeldes. La revolución fue derrotada, pero Juárez Celman, sin apoyos, debió renunciar.

A diecisiete días de producirse la fracasada revolución, Alem le envió una carta al presidente de la Unión Cívica de Mendoza, en la que afirmó: “Nuestro país pasa en estos momentos por una prueba difícil, de la cual puede salir triunfante aplastando para siempre la opresión brutal y practicando desde luego el gobierno propio y descentralizado, que nuestra carta fundamental establece, o si los desfallecimientos anteriores continuasen, seguir vegetando bajo el yugo afrentoso del poder personal que imponía el gobierno caído, ejercitado por cualquier otra personalidad”. Y cerró la epístola con una célebre frase que pasó a la historia grande la política nacional: “[…] Es necesario que todos se convenzan de esta verdad: que el pueblo es el único artífice de su destino”. Lo cierto es que la intransigencia, el rechazo a los acuerdos de cúpula y el principismo se convirtieron en su marca registrada.

Tres años antes, el 3 de noviembre de 1887 el gobierno sancionó la Ley de bancos nacionales garantidos, por la cual autorizaba a los instituciones financieras a emitir billetes a cambio de realizar un depósito en oro en el Tesoro Nacional; por lo cual, se entregaban títulos públicos contra los que la entidad bancaria emitía moneda. La irresponsabilidad fiscal y la desmesurada emisión dispararon una inflación descontrolada. Los bancos de las provincias de Tucumán, Salta, Mendoza y Buenos Aires, entre otros, emitieron moneda de curso legal. Este festival de emisiones provinciales y privadas se detuvo recién en 1890, cuando el gobierno de Carlos Pellegrini había establecido una Caja de Conversión.

Hacia junio de 1890 el Estado argentino entró en cesación de pagos. El principal afectado fue el Baring Brothers Bank, que admitió haberse equivocado al invertir en la burbuja especulativa argentina, y, a partir de ese momento, los capitales dejaron de fluir hacia el país. Empezó una importante corrida bancaria y bursátil que desplomó los valores de la Bolsa y dejó a varios bancos en estado desesperante. El Estado nacional y algunas provincias dejaron de pagar a los bancos garantidos y así se terminó de gestar la tormenta perfecta para el Burrito cordobés - como llamaban sus enemigos al presidente Miguel Juárez Celman-, quien tuvo que dejar la presidencia antes que se cumpliera el plazo constitucional.

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