Día del periodista

Cada 7 de junio se celebra el Día del Periodista en la Argentina, en homenaje a la aparición del primer periódico patrio La Gazeta de Buenos Aires. No obstante, la historia del periodismo en nuestro país está cifrada por un nombre: Rodolfo Walsh.

Rodolfo Walsh ha sido el periodista más emblemático en la historia de nuestro país. En una breve autobiografía, escrita en 1965, intentó descifrar las claves centrales de su vida y trazó una hoja de ruta imprescindible para seguir el itinerario que lo llevó desde una estancia patagónica en la que su padre era mayordomo hacia el periodismo, la literatura y la política.

“Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podía pronunciarse como dos yambos aliterados, y eso me gustó. Nací en Choele–Choel, que quiere decir corazón de palo. Me ha sido reprochado por varias mujeres”, comienza a narrar su historia el autor de Variaciones en rojo. Su vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidió ser aviador. Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue su hermano. A partir de ese momento, reconoció que se quedó sin vocación y empezó a tener muchos oficios. “ El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba”, confesó en aquella carta.

Sus primeros esfuerzos literarios fueron satíricos, cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto grado. Cuando a los diecisiete años dejó el Nacional y entró en una oficina, la inspiración seguía viva, pero había perfeccionado su método: armaba sigilosos acrósticos. En ese sentido, Walsh confesó que la idea más perturbadora de su adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. También reveló que el noviazgo con una muchacha que escribía incomparablemente mejor que él lo redujo a silencio durante cinco años.

“Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino– escribió Walsh–. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura aunque sí en la diversión y en el dinero. Me callé durante cuatro años más porque no me consideraba a la altura de nadie. Operación Masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso. Volví, completé un nuevo silencio de seis años”.

En 1964, Walsh decidió que, de todos sus oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía. Pero no veía en eso una determinación mística. En realidad, había sido traído y llevado por los tiempos. En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesitaba era una cuota generosa de tiempo. Era lento, había tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto: “Sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez”.

El 25 de marzo de 1977, un año y un día después del golpe cívicomilitar, Rodolfo J. Walsh –quien ya había creado la Agencia Clandestina de Noticias (Ancla)– fue asesinado por un pelotón de la Escuela de Mecánica de la Armada al resistir un intento de secuestro. Los 25 años transcurridos desde entonces convirtieron su Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar, cuyas primeras copias venía de depositar en un buzón, en cabeza de proceso histórico contra aquel gobierno tenebroso.

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