Cultura

El exilio de un caudillo

Juan Manuel de Rosas es una de las figuras más controvertidas de la historia argentina, pero lo que está fuera de toda duda es su arraigo popular y su defensa de la soberanía

Solía hacerse una masa de lodo que enterraba las ruedas de los carruajes y a los caballos se les hacía difícil tirar. Situada en la región de Swaythling, a unos diez kilómetros al norte al Southampton, yacía la granja de Burguess. El casco de esa finca estaba casi derruido cuando Juan Manuel de Rosas tomó la decisión de arrendarla, una vez exiliado de nuestro país. Le costaría ver y saber noticias de Buenos Aires, y alejarse de las monturas y sus caballos. En definitiva, dejar de sentir en su piel el olor a campo. Pero la muerte no fue su descanso, sino un eslabón para continuar viviendo en la Historia.

Nacido en el seno de la poderosa familia Ortiz de Rozas López de Osornio, su abuelo materno, Clemente López de Osornio, era propietario de la estancia, sobre el Salado, conocida como “El Rincón de López”. El historiador Norberto Galasso afirma que Juan Manuel se hizo gaucho desde muy pequeño, de carácter audaz y arrojado, pero que durante su juventud rompió relaciones con sus padres (eliminando el “Ortiz” de su apellido y reemplazando la “z” por la “s” en Rosas). A partir de allí, se lanzó en su propio camino, convirtiéndose en administrador de estancias y gestor de negocios. Más adelante llegaría al poder como el hombre capaz de restaurar el orden.

Su aventura final nació de una derrota, la batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852, contra el llamado Ejército Grande, encabezado por su exaliado Justo José de Urquiza. En primer lugar, se refugió en la casa de Robert Gore, secretario de negocios inglés, y mandó llamar a su hija Manuela, que había quedado en la quinta de Palermo. El 7 de febrero ambos fueron embarcados en el vapor Conflict y zarparon hacia Inglaterra. Trece días después de la fuga, el gobernador provisional de la provincia de Buenos Aires, Vicente López y Planes, ordenó la confiscación de los bienes de Rosas para “resarcir al Estado de sus malversaciones”.

Pronto su hija se marcharía a Londres para casarse con Máximo Terrero y rápidamente quedó embarazada. Rosas le negó la palabra durante meses. Su doctor y amigo John ­Wibblin, que sabía de su escasez de recursos y evitaba cobrarle, le envió un telegrama, advirtiéndole que su padre estaba muriéndose. Ya no tenía fuerzas para enfrentar ningún combate. Una carta a doña Josefa Gómez, de septiembre de 1866, lo describía en el último resto de su esplendor: “Estoy más derecho, mucho más delgado y ágil que cuando usted me vio la última vez […]. Cierto es que dije que no recibía visitas ni las hacía, por no tener recursos ni tiempo para ello”.

Para demonizar a Rosas, los historiadores liberales, entre los cuales uno de los primeros fue Bartolomé Mitre, incurrieron en diversas infamias. Con respecto a la violencia, detallaron los crímenes cometidos en el período de la Confederación exagerándolos en número y maneras. Al mismo tiempo, ocultaron la violencia practicada por los unitarios, de manera que Rosas apareció como el único violento y autoritario de nuestra historia. Esta crítica feroz se conjugó con el silenciamiento, por ejemplo, de la heroica resistencia de la Vuelta de Obligado, el 20 de noviembre de 1845, batalla en las aguas del río Paraná contra la escuadra conjunta de Inglaterra y Francia, que pretendían comerciar en nuestro país sin reconocer al gobierno nacional.

En el otoño de 1876, Juan Manuel de Rosas le escribió desesperadamente a Manuelita: “Mi muy querida hija, triste siento decirte que las vacas ya no están en este farm (en referencia a su granja). Dios sabe lo que dispone y el placer que sentía al verlas en el campo, llamarme, ir a mi carruaje a recibir alguna ración cariñosa por mis manos, y en enviar a ustedes la manteca. Las he vendido por veintisiete libras y si más hubiera esperado, menos hubieran ofrecido”. También se había visto obligado a echar a los peones: no tenía con qué pagarles. La pobreza le arañaba las tripas.

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