cultura

El pianista al que la guerra dejó manco

Paul Wittgenstein fue un concertista austríaco que volvió del frente mutilado y siguió dando conciertos que asombraron al mundo.

Durante la Primera Guerra Mundial, muchas personas del mundo del arte tuvieron que dejar sus ocupaciones para combatir en el frente defendiendo a su país, lo que costó más de una vida, y trajo aparejado que el mundo civilizado de la época se paralizara durante cuatro años. Una de las historias más increíbles que nos dejó esa feroz contienda fue la del pianista austriaco, Paul Wittgenstein que, después de estar en el frente al principio de la guerra, logró retomar su carrera como pianista, pero esta vez sin uno de sus brazos.

Paul inició su carrera como concertista de piano en 1914. Su despótico y millonario padre había fallecido el año anterior, permitiéndole ser artífice de su propio destino a través de una herencia de cifras astronómicas. Convocado a filas por la guerra, recibió una descarga de metralla en el brazo derecho en su tercer día en el frente y cayó prisionero de los rusos, quienes además de amputarle el brazo en un hospital de campaña lo enviaron al mismo campo en Siberia donde Fedor Dostoievski ambientó sus “Memorias de la casa de los muertos”.

Sin embargo, cuando fue liberado y regresó a Viena decidió continuar dedicándose al piano. Se encerró en la mansión familiar, tomando como referencia al gran organista ciego Josef Labor, y pasó meses enteros dedicando siete horas por día al estudio hasta que logró tocar con una mano lo que para muchos pianistas era imposible hacerlo con dos. “Mi pulgar izquierdo hace el trabajo de la mano que me falta”, decía Paul.

Asimismo, su fortuna personal le permitió resolver otro tema no menor: el repertorio. De modo que empezó a pagar sumas estrambóticas para que músicos de la talla de Prokofiev, Hindemith o Richard Strauss le compusieran especialmente obras para una sola mano. No obstante, ninguna de esas obras alcanzó el brillo y la fama que obtuvo el “Concierto de piano para la mano izquierda” que le compuso Maurice Ravel. Murió el 3 de marzo de 1961 en Nueva York, acontecimiento que habilitó el descubrimiento de partituras que se le habían dedicado y que, posiblemente porque no le gustaban, ni las había interpretado ni había dejado que lo hiciera otra persona.

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