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El rescate de Miguel Ligero

Durante mucho tiempo estuvo catalogado como uno de los grandes actores argentinos. Lentamente, la desmemoria endémica de nuestro país lo fue engullendo.

Nunca pasó miseria, como tantos de sus colegas, ni protagonizó el papel de postergado hasta que de repente se produjo una buena racha. Miguel Ligero pudo hacerse un lugar digno en la profesión de actor y mantenerse durante casi medio siglo. Desde que debutó en cine con Los caranchos de la Florida en 1938, mantuvo una línea de conducta y una disciplina profesional que se compaginaba con su manera de ser.

Nació en Rosario, provincia de Santa Fe, el 15 de abril de 1911, con el mismo nombre de su padre. A pesar de que hasta la adolescencia no tuvo nada que ver con el teatro, fue hijo de una gira teatral. En efecto, sus padres eran actores en una compañía de zarzuelas que llegó a la Argentina y a fuerza de hacer temporadas en la capital y en provincias se quedaron en el país. Y aquí nació. Aunque su padre, al poco tiempo, regresó a España para nunca más volver.

Pasó la adolescencia en Buenos Aires, viviendo en un viejo edificio de departamentos de una sola planta, con un largo pasillo, que también habitaban Héctor Coire e Ignacio Corsini. Se dedicaba a dar vueltas por la plaza, conversando con sus amigos del barrio, a quienes les contaba historias que iba improvisando, tan fantásticas y exuberantes que no se terminaban con la recorrida, sino que continuaban al día siguiente. Era una especie de teleteatro ambulante que ejercitaba con su fiel auditorio.

La familia se sorprendió cuando les comunicó la noticia de que había decidido hacerse actor. Él recordaba: “Subconscientemente estaban en mí todos los tics, todos los elementos del oficio. Pero también pesaba, y mucho, el hecho de tener el mismo nombre de mi padre, un actor que había abandonado a mi madre consiguiendo que yo me criara sin su cariño, sin su guía”. A veces se arrepentía de no haberse cambiado el nombre, para dejar de ser “el hijo de fulano”. Cuando salió de gira por primera vez, paradójicamente el destino fue España, lugar en donde su padre vivía y era primera figura. Allí se produjo tal confusión al ver su nombre anunciado que los empresarios debieron aclarar: “Miguel Ligero, hijo”. Al cabo de los años, el hijo pasaría a ser el importante.

Sus comienzos como actor profesional fueron en la compañía de Luis Arata. Debutó en una obra de Vicente Martínez Cuitiño, en el Nacional. La escena transcurría en un cabaret; Miguel Ligero tenía que levantarse del foro (el fondo del escenario), acercarse al centro y decirle algunas palabras banales a Paulina Singerman. Ese movimiento y ese diálogo le costaron una enormidad, le temblaban hasta los pelos.

Actuaciones memorables

Pese a su apellido, su carrera fue lenta. No se dejaba tentar por los ofrecimientos fáciles. Siempre eligió con cuidado. Pudo ganar mucho dinero en televisión, pero decidió no hacerlo. Descreía de los métodos teatrales: “Lo que pasa es que pienso que no existe el método perfecto, capaz de hacer que un actor dé más o menos de sí si no tiene dentro la sal, el orégano y la pimienta suficientes como para condimentar las palabras que le sirve el autor”. No fueron pocas las recompensas que recibió como actor: Martín Fierro, Cóndor de Plata y Premio Kónex, entre otros galardones.

Murió en Buenos Aires el 1° de febrero de 1989, dejando tras de sí una estela de actuaciones memorables en cine, teatro y televisión, en exitosas obras como Mustafá, Esperando a Godot, El hombre del subsuelo, Rosaura a las diez y Alta comedia.

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