cultura
Entrevista a Alejandro Dolina
Lleva décadas en la radio con una vigencia ganada a pulso, ensanchando la imaginación de sus oyentes, acompañándolos en el desconcierto y la curiosidad.
Alejandro Dolina hace en la radio lo que antes de él parecía imposible: una continuación de la literatura por otros medios. Su programa, históricamente, se emite en un horario que parecía condenado al fracaso; abordando temas y personajes que a priori parecen antiradiofónicos. Muchos jóvenes de diferentes generaciones escucharon y siguen escuchando en sus programas aquellos temas que los hacían huir del colegio. Lo que trae Alejandro Dolina es la manera de contar. Esa es la piedra de toque de los buenos narradores. Y Alejandro Dolina lo es. Libros como Cartas marcadas o Bar del Infierno lo demuestran de manera irrefutable.
—Decía Rilke que la fama es una suma de malentendidos. Y me parece que con usted hay un malentendido: es un escritor que hace radio. Pero, si uno lo presenta de esa manera, no va a faltar quien se sonría pensando que se trata de una cachada. ¿Es por pereza mental o el convencimiento de que es absolutamente imposible cualquier forma de bilocación: si uno está en la radio no puede estar en la literatura?
—Eso sucede no solo con la radio, sino más especialmente con la música. Si bien no he tenido una carrera muy intensa de músico, es evidente que es una actividad muy importante para mí, y que la he hecho y que la he compartido con gente muy calificada. Hay algunas supersticiones gremiales al respecto, que hacen que uno tenga que decidirse por algo. Yo creo que, de todos modos, en el último tiempo algunos vientos nuevos han venido a disipar esa convicción que tiene la gente de que abarcar mucho es apretar poco, etc. Algunos han llegado a pensar –yo, por ejemplo– que hay que ampliar las dotaciones, las sabidurías, los ejercicios y articular distintas artes. Los artistas más avanzados en el pensamiento (no es mi caso) suelen ser diestros en más de una disciplina y se preparan para eso.
—¿De cuál de sus libros prefiere hablar?
—¿Prefiero hablar o considero que es mejor?
—¿No es lo mismo?
—No. A mí me parece que el último libro es interesante para hablar. Tiene unas estructuras no convencionales que dan para una conversación. Su descripción es acaso más interesante que su lectura. En cambio, me parece que los dos libros anteriores, Cartas marcadas y Bar del Infierno, posiblemente estén mejor logrados que este último libro.
—¿Cómo encontró el tono de Cartas marcadas? Dar con el tono justo suele ser, a veces, más difícil que armar la propia trama...
—Estoy completamente de acuerdo. Es más, creo que ese tono intenta estar en todas las obras. Podría decirle cómo lo encontré. Mire, yo escribía notas para la revista Humor, dirigida por Andrés Cascioli, que –como su nombre indica– era una revista humorística, pero también tenía por aquellos años un fuerte contenido político. Al principio, yo me limitaba a repetir un esquema que ya había usado en la revista Satiricón o la revista Mengano: notas humorísticas, de observación de la realidad, algunos criollismos, algunos recursos para decir cosas complejas con lenguaje de la cocina o al revés. Tenía muchas dificultades en cumplir con la entrega de esas notas. Muchas veces el director me mandaba un tipo al lugar donde yo trabajaba, con órdenes de esperar a que yo terminara la nota y no moverse de mi lado para presionarme. Hasta que un día, desesperado por la urgencia, eché mano a una especie de novela que yo había empezado a escribir muy joven estando en España. No eran notas para una revista, sino episodios para una novela. Y a mí se me ocurrió, ya que no sabía cómo demonios cumplir con los plazos de Cascioli, echar mano a algunos de esos capítulos. Pero, para que fueran un poco más periodísticos, les saqué todo lo que tenían de ambición literaria y empecé a contar las cosas como si no las supiera del todo, con cierta inseguridad, tratando de no poner muchos adjetivos, no asombrarme de nada, aunque ocurrieran cosas asombrosas. Y de esa mezcla de narrar episodios poéticos como si realmente estuviera escribiendo un libro de ciencia salió ese tono que dice usted.
—Un tono de emoción contenida...
—Un tono aparentemente despojado, pero que encuentra su propia razón sentimental. Justamente, el tipo que está tratando de contar las cosas con economía de palabras y sin excederse en la emoción hace que, al notarse ese esfuerzo, la emoción igualmente aparezca. Muchas veces, eso resulta en algunas páginas eficaz, la mayoría de las veces se topa con el hecho central de mi propia incompetencia. Llegamos hasta donde podemos.
—Ningún autor puede saber el destino, la importancia futura o la manera en que van a ser leídos sus libros, pero, en el interior de la literatura argentina, ¿cerca de qué libros o autores le gustaría que fueran ubicadas sus obras?
—Si la pregunta es a qué lector quisiera gustarle, le diría que no estaría mal los lectores de Marechal y Borges. Me gustaría el tipo que se divierta con esas cosas. Cuando digo que se divierta, quiero decir que se emociona, se impresiona, que obtiene placer de eso. Me gustaría que, como tercera o cuarta opción, esos tipos pudieran leerme.
—¿Cuándo descubrió a Leopoldo Marechal?
—Recuerdo de forma muy patente el primer contacto con Marechal, siendo yo muy joven. La juventud para el lector, para la persona que tiene el vicio de la lectura, es un momento apasionante y asombroso. Es el momento de los grandes descubrimientos. Uno cuando tiene 50 o 60 años, ya es difícil que descubra a Borges, Marechal o Chesterton. Cuando descubrí a Marechal, tenía 17 años, y dije: “¿De dónde salió este tipo?: este escritor escribe para mí. Escribe de los asuntos que me preocupan y de la manera que a mí más puede conmoverme”. Ahí nació una obsesión marechaliana. Entonces empecé a conseguir sus libros. Cada vez que leía uno de esos libros, sentía que me estaba gastando un material de placer y de alegría que después ya no podría gozar de la misma manera. Cada página que volvía era como si tuviera un día menos de alegría. Lo que descubrí, además de todo eso que le acabo de decir, es la idea de que el episodio más banal puede tener una dimensión artística si es que uno encuentra en él un sustento filosófico.